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Cuando el Tamaño si que Importa

A mi amigo José le gustan los encuentros con tipos grandotes, esto es, aquellos quienes la Naturaleza ha beneficiado con una contextura que sale de la media (no necesariamente mejorada en el gimnasio): altura que va del metro ochenta y cinco para arriba, espaldas generosas, brazos fuertes y piernas poderosas. ¿Por qué? Bueno, según José la razón es sencilla: en la mayoría de los casos estos cuerpos son proporcionados, y casi siempre (hay excepciones) unas manos grandes o unos pies importantes se corresponden con una entrepierna para quitar el sueño.


La última experiencia con los habitantes de ese mundo de Gulliver la tuvo hace un par de días, y por lo que me contó, fue excelente.


Por cuestiones de trabajo José tuvo que viajar a una localidad del interior en la cual debería pasar la noche, habiendo programado su regreso muy temprano a la mañana siguiente. Por esta razón trabajó sin pausas durante todo el día, llegando al hotel en donde tenia reservada una habitación casi al anochecer. Bastante cansado subió al cuarto que le habían dado, y apenas se sentó en la cama cayo rendido. Se despertó de noche, prácticamente a la hora de la cena pero sintiéndose mucho mejor, y para completar la recuperación se dio una ducha bien caliente.


Como el hotel tenía servicio de comedor decidió cenar allí, más que nada para acostarse temprano ya que al otro día debía madrugar bastante. Buscó un sitio tranquilo en el concurrido salón, ordenó un menú de la carta al mozo, y mientras esperaba que le trajesen el plato . . . apareció él.


Era un tipo alto, de un metro noventa por lo menos, de unos treinta y cuatro años. De lindos rasgos, tenía unas espaldas anchas, una leve pancita, manazas enormes y un par de piernas como troncos que inmediatamente le hicieron imaginar a mi amigo la clase de "rama" que se bambolearía entre ellas.


Después de hacer un rápido paneo buscando un sitio paso al lado de José y se sentó a dos mesas de distancia, quedando perfectamente al alcance de la mirada de mi amigo. Y así pudo ver que tenía un pecho amplio, y que por lo botones desprendidos de la camisa asomaba un vello profuso. El muchacho se arremangó, y con el gesto dejó al descubierto un par de brazos nervudos también cubiertos con oscuros y largos pelos.


José quedó subyugado, y desde ese momento ya no pudo dejar de mirarlo. Sus ojos vagaban por todo el salón, pero indefectiblemente terminaban su recorrido en el rostro del hombretón, en su pecho, sus manazas. Obviamente, en un momento dado el tipo notó el recurrente escudriñamiento de mi amigo sobre su persona, y empezó a devolverle las miradas alternando con diferentes expresiones en su rostro: primero, una mezcla de sorpresa y contrariedad (inclusive con algo de fastidio); después, un leve gesto risueño; y al final, un indisimulable interés.


Terminaron de cenar casi al mismo tiempo, y José creyó que al fin de cuentas la cosa no iría más allá de un juego de miradas. Pero entonces el muchachote se levantó para tomar un cenicero de otra mesa, y al volver a la suya se cambió de silla ocupando una que lo dejaba perfectamente frente a mi amigo, sin mesa o mantel que ocultase parte alguna de su cuerpo. Entonces, mirando directamente a los ojos de José apoyó una de sus manazas en el paquete, y entre pitada y pitada comenzó a sobarlo significativamente sabiendo que por su ubicación sólo mi amigo podía verlo.


"¡Epa!" pensó José, sorprendido por la maniobra. "¡Nada más explícito!" Sonrió sin poder evitarlo, y viendo que había acusado recibo de su señal el tipo apagó el cigarrillo, se puso de pie y caminó directamente hacia donde se encontraba mi amigo, plantándose frente a él mientras apoyaba las manos sobre la mesa.


"Hola!" le dijo sonriente.


"Hola. ¿Todo bien?" le respondió José, mientras echaba un rápido vistazo a la alianza matrimonial del hombre.


"Sí, todo bien. Veo que estás solo".


"Psí".


"¿Y . . . tienes planes? Quiero decir, esperas a alguien, o tenías previsto hacer algo . . .?".


Mi amigo pensó que ya no tenía nada que perder, así que decidió arriesgarse a lo que fuese y le contestó:


"No, previsto no . . . por lo menos hasta que te vi entrar aquí. Ahí se me ocurrieron un montón de cosas".


Minutos después los dos estaban en el ascensor, rumbo a la habitación que el muchacho – que se llamaba Carlos - ocupaba en el quinto piso. Entraron, y después que cerró la puerta el urso rodeó a mi amigo con sus fuertes brazos y comenzó a acariciarlo con una mezcla de suavidad y torpeza. Después empezó a sacarse la ropa, y José lo imitó hasta que se quedaron únicamente con los boxers. El bulto en la entrepierna del tipo era increíble, pero a pesar de estar innegablemente excitado se lo veía tenso. Entonces le confesó a mi amigo que era la primera vez que estaba con otro hombre, y no sabía bien como manejarse.


"¿Y qué te decidió a probar?" indagó José.


"Siempre tuve curiosidad".


Mi amigo no pude evitar preguntar: "¿Y que te decidió por mí?".


"Me gustaste, y me calentaron tus miradas. Al principio me molestaron, pero después me excitaron muchísimo."


José se sentía muy halagado y se le hacía agua la boca ante la posibilidad de iniciar a semejante ejemplar, aunque era consciente que debía ir con cuidado para no estropear la situación. Con suavidad llevó al robusto macho hacia la cama y le pidió que se acostase boca arriba. El muchachote obedeció, y lanzando un suspiro apoyó su inmensa espalda en el mullido colchón dejando las piernas flexionadas y abiertas. Entonces José se puso a un costado del grandote y con toda calma comenzó a recorrer el amplísimo y velludo torso, besando con cuidado las tetillas, deteniéndose en los pezones para exprimirlos suavemente con los labios. Sin dejar de acariciar esa magnífica pelambre bajó por el definido canal de iba desde el pecho hasta la sensual pancita, recorriendo con la lengua los pliegues definidos pero no exagerados de los abdominales, jugueteando en el hoyito del ombligo. Por fin llegó al bajo vientre, a la zona en donde lo esperaba el premio mayor, y con lentitud bajó el boxer liberando de su prisión a la verga del gigante.


José que maravillado cuando la vio. ¡Dios, qué tamaño tenía! Esperaba algo grande, pero lo que se encontró superaba sus expectativas. Intentó introducirla en su boca, pero por más que abrió sin piedad los maxilares apenas pudo engullir la cabezota y parte del fenomenal tronco, sintiendo como le rozaba la garganta y lo ahogaba. Entonces se dedicó a lamer el mástil, bajando y subiendo por esa masa de carne palpitante con total deleite.


Sin dejar de mamar, con un par de movimientos terminó de bajarle el boxer al urso hasta sacárselo del todo, y entonces salieron a la luz un par de bolas que hacían juego con la descomunal tranca: grandes como limones, peludas y evidentemente cargadas de leche. Al igual que con la polla le resultó imposible metérselas completamente dentro de la boca, ni siquiera de a una por vez, so riesgo de dañar los apetitosos huevos con los dientes. Pero se prodigó con los masajes de lengua, y durante un buen rato se dedicó a cubrir con un manto de saliva toda esa carne ansiosa de los masajes lingüísticos de mi amigo.


A juzgar por lo gemidos y jadeos Carlos estaba gozando muchísimo, pero así y todo José quería oírlo de sus labios y preguntó:


"¿Vamos bien?".


"Sí! Muy bien!!".


Claro que el grandote no se iba a quedar a atrás, y seguramente con ganas de oír lo que también era obvio preguntó:


"¿Te gusta la verga de papi?".


"Mmmm!!" respondió José, impedido de hablar con semejante obús en la boca.


"Cómetela, cómetela, que es toda para ti".


"¿Sí? ¿Toda para mí?" preguntó mi amigo siguiendo el juego erótico, mientras no dejaba maravillarse al ver que una mano no le alcanzaba para rodear el tronco del monstruoso miembro.


La tranca de José estaba durísima, y pedía a gritos una buena mamada. Cuando me lo contaba me confesó que le hubiese encantado acomodarse para un sesenta y nueve, pero si para Carlos esa era la primera vez con otro hombre no quería forzarlo a nada (a menos, claro, que el grandote se lo pidiera). A cambio, en un momento dado notó que el tipo comenzó a acariciarle suavemente las nalgas. Después le sacó el boxer y lo fue moviendo lentamente hasta ubicarlo sobre él, y sin previo aviso comenzó a devorarle el culo.


Mi amigo se estremeció de placer. Como todo en Carlos la lengua también era grande, y cada lamida abría el esfínter de José inundándolo con cálidas oleadas de espesa saliva. Pronto las dos manazas del urso comenzaron a separarle las nalgas, metiéndole la lengua y alternando con los dedos ensalivados. Pero de repente se detuvo, y separando su boca del hoyito de mi amigo le dijo que quería penetrarlo.


Ajá! Todo un tema. Claro que José también quería, sólo que el tamaño de la herramienta lo atemorizaba un poco. Entonces buscó la manera de llevar el control de la cogida. . . por lo menos hasta donde le fuera posible.


"Seguro padre. Pero no hace falta que te cuente lo que calzas" le dijo José al gigante mientras le apretaba la terrible tripa, haciéndolo reír. "Así que quisiera hacerlo muy despacio".


"Lo que tu digas".


Mi amigo giró y se puso en cuclillas sobre la entrepierna del tipo, tomando la descomunal verga y acomodándosela en la entrada de su esfínter. Después, muy suavemente empezó a descender, flexionando lentamente las rodillas mientras se apoyaba en el poderoso pecho de su empalador. Despacio, muy despacio fue introduciendo la gigantesca polla en su culo, sintiendo como las entrañas se abrían como acometidas por un ariete, y cuando aún le faltaba engullir un tercio de ese monumento se recostó sobre el poderoso pecho de Carlos para darle un respiro a su dolorido ano. El grandote lo rodeó con sus brazos, y después empezó a mover su cadera muy lentamente, iniciando un lento mete y saca con la parte de su verga que ya estaba alojada dentro de José. Y así, poco a poco fue introduciendo el tercio que faltaba, llegando a clavársela hasta la raíz. Después empezó a bombear, sacando la verga hasta dejar sólo la cabeza adentro para volver a clavarla hasta que los peludos huevos golpeaban las nalgas de mi amigo.


José gemía, con un placer no exento de algo de dolor por el descomunal tamaño de la polla del tipo.


"Despacito, por favor!!", suplicaba mi amigo. Entonces Carlos se detenía disculpándose, y reiniciaba el bombeo con suavidad.


Pero José se dio cuenta que no iba a poder controlar por mucho más tiempo a su enorme cogedor, y por eso no se sorprendió cuando el tipo, sin dejar de ensartarlo, rodó de costado poniéndolo de espaldas contra la cama. Después el hombretón estiró una mano, tomó una almohada y la puso debajo de la cintura de José para levantarle el culo, y moviéndose a un ritmo sostenido comenzó a follar a mi amigo de una manera feroz.


José ahogaba roncos gritos de placer, y abrazaba con todas sus fuerzas las anchas espaldas del gigante. En esa posición sentía todo el peso de Carlos encima suyo, y con cada embestida se hundía en la cama que rechinaba de una manera alarmante. En un momento dado el urso buscó su boca, y sin disminuir la velocidad de la follada comenzó a darle unos besos de lengua impresionantes.


El estímulo fue demasiado para José, y mi amigo se corrió empapando con semen caliente su estómago y el de Carlos.


"¡Lo siento!" se disculpó José.


"No, está bien! Yo también voy a acabar!".


Y uniendo la palabra al hecho, el robusto muchacho empezó a descargar abundantes trallazos en las entrañas de mi amigo, sacudiéndose de pies a cabeza mientras daba roncos gritos. Obviamente, la fuerza y el caudal de los disparos se correspondían con el tamaño del cañón, y José sintió como la guasca anegaba su esfínter y escurría por sus nalgas. "Si sigue escupiendo así, dentro de poco voy a sentir el gusto de la leche en la boca" pensó, sorprendido por la abundancia de la corrida.


Por fin la gruesa manguera dejó de descargar, y entonces Carlos sacó su enorme tranca con mucha lentitud del dilatadísimo culo de mi amigo.


"¿Todo bien?" le preguntó José, usando su muletilla preferida cuando coge con alguien.


"Excelente!" le respondió Carlos, dándole un tierno beso. "Y si me das unos minutos, me gustaría repetir".


José accedió gustoso, pero suplicó y obtuvo misericordia para su pobre culo y a cambio ofreció recibir en su boca la segunda lechada (que fue casi tan abundante como la primera).


Después, como ambos tenían que madrugar, dieron por finalizada la sesión de sexo . . . al menos por ese día. Porque intercambiaron direcciones de mail, y quedaron en escribirse para combinar el próximo encuentro.


Esa fue una de las tantas experiencias de José vividas – según él – gracias a su teoría para seleccionar compañeros de follada.


Personalmente, adhiero a eso de "no importa el tamaño sino como se lo usa". Pero debo admitir que a mi amigo, con su teoría, no le ha ido nada mal.


Será cuestión de probar . . .


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