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Viaje al Placer

 Leo sacó su boleto, guardó el cambio y miró la hora en su reloj.

Eran las 7:10 hs, y como faltaban veinte minutos hasta la partida del convoy se encaminó a la confitería de la estación para tomar un café. El viaje hasta su destino era largo, una hora y media para ser exactos, pero era la manera más cómoda y directa de llegar a la empresa en donde tenía que hacer una auditoría.

La mañana estaba agradablemente fresca, y a pesar del madrugón Leo se sentía de muy buen humor. El trabajo demandaría unas cuatro semanas de ardua labor, pero era interesante y le dejaría una buena cantidad extra en su salario. Además, como se trataba de una planta industrial no tenía necesidad de ir vestido con traje y corbata, y al joven contador le agradaba poder escapar cada tanto del uniforme de oficinista.

Después de apurar el último sorbo de café y pagar la cuenta, salió del local y volvió al andén en donde ya estaba el tren. La formación era corta, apenas tres vagones diesel eléctricos con comando en ambos extremos, porque era un servicio interurbano en el que viajaba mucha menos gente que en los servicios metropolitanos.

Leo subió en el segundo vagón, se acomodó en el lado de la ventanilla de un asiento ubicado por la mitad del coche y se puso a releer sus notas para repasar los puntos con los cuales empezaría su trabajo. Minutos después el tren arrancó, y guardando sus papeles se puso a mirar distraídamente el paisaje cambiante que comenzaba a desfilar por la ventanilla.

En la primera de las cuatro paradas intermedias subieron bastantes pasajeros, aunque probablemente la mayor parte de ellos no iba muy lejos. Las dos estaciones siguientes se encontraban más o menos próximas entre sí, pero una vez que el tren salía de la ciudad las restantes paradas estaban mucho más distanciadas, tanto es así que el recorrido entre la anteúltima estación y la estación terminal - en donde Leo se bajaba – demandaba unos veinticinco minutos.

La monótona sucesión de casas y edificios pronto se tornó aburrida y Leo se enfrascó en sus pensamientos relacionados con la jornada que le aguardaba, tanto que se sobresaltó cuando oyó la voz del guarda pidiendo boletos.

El joven abrió el bolsillo de su mochila y comenzó a buscar el pasaje, pero por más que revolvía el pedacito de papel no aparecía. Entonces recordó que lo había guardado en uno de los bolsillos del pantalón y se paró para buscar más cómodamente.

Mientras hurgaba en sus bolsillos Leo notó que el guarda lo miraba fijamente, y por unos instantes se sintió incómodamente vigilado. Pero finalmente halló el maldito boleto, y sonriendo con un aire de triunfo se sentó y respiró tranquilo.



El guarda seguía con su tarea, y si bien todavía estaba a unos metros de su hilera de asientos, Leo se dio cuenta que seguía dedicándole intensas miradas.

Intrigado, el joven contador empezó a observar al guarda, que lentamente seguía acercándose por el pasillo. El hombre debía rondar los treinta años, era alto, y tenía un porte que llamaba la atención. A través del pantalón del uniforme se marcaran los fuertes músculos de las piernas, que estaban tensionados para mantener el equilibrio ante el vaivén del tren. La cintura era estrecha, la corbata caía recta entre los prominentes pectorales, y la parte superior de la camisa mostraba una cierta tirantez por la anchura de los hombros. Las mangas, que estaban dobladas hasta la altura de los codos, delineaban unos brazos fuertes y mostraban unos antebrazos nervudos. El rostro tenía muy buenos rasgos, con un mentón cuadrado y una boca carnosa. La nariz era ligeramente aguileña, y los ojos eran azules. Por lo que dejaba ver la gorra llevaba el pelo negro muy corto, y la sombra de la barba daba un toque rotundamente masculino a sus facciones.

Cuando el guarda llegó a su asiento Leo lo miró y le extendió la mano con el boleto. El uniformado lo tomó, y después de controlarlo se lo devolvió sonriendo y sin dejar de clavarle los ojos.

Leo se sintió perturbado por semejante escudriñamiento, y sin saber por que durante unos segundos sus pulsaciones aumentaron notoriamente. Era la primera vez que un hombre lo miraba con esa intensidad, o por lo menos la primera vez que lo notaba.

Después de pensarlo unos instantes decidió no darle más vueltas a un asunto en el que muy probablemente su imaginación le estuviese jugando una mala pasada, y sacando un libro de su mochila se dispuso a leer.

La novela era interesante, y Leo estaba tan concentrado que apenas se dio cuenta cuando el convoy se detuvo en la segunda parada. Subió más gente, el tren reanudó su marcha, y cuando se disponía a retomar su lectura, escuchó nuevamente la voz del guarda pidiendo boletos a los pasajeros recién ascendidos.

Instintivamente alzó la vista, y para su sorpresa se topó con la mirada del joven uniformado nuevamente posada sobre su persona.

Leo se inquietó, y rápidamente bajó sus ojos hacia el libro. En realidad no le molestaba que lo mirase, sino la forma en que lo hacía. Había una expresión extraña en esos ojos azules, y aunque Leo se resistiese a la idea la mejor definición que encontraba era . . . deseo.

El joven vio pasar al guarda a su lado, y haciendo un gran esfuerzo resistió la tentación de encararlo con los ojos y darle a entender que le disgustaba su actitud.

Fastidiado y casi sin rastros del buen humor con que había iniciado el viaje, Leo decidió hacer una última prueba. Cuando el tren se detuvo en la siguiente estación se acomodó en su asiento y simuló estar dormido, y después se quedó expectante esperando a que el mirón hiciese su aparición para controlar nuevamente los boletos.

No tuvo que aguardar mucho. Con los ojos entrecerrados, Leo pudo ver como el guarda iniciaba su recorrida por el vagón, y como en las anteriores oportunidades le dedicaba intensas miradas. Pero esta vez, creyéndolo dormido se detenía con más descaro en el cuerpo de Leo, y el joven casi se sentía palpado por los ojos del uniformado. Se sintió humillado, y notó que se le encendían las mejillas.

El guarda llegó a su fila de asientos, pero en lugar de continuar su recorrida se detuvo a su lado, y pareció quedarse clavado allí. Por la posición que tenía Leo sólo podía ver hasta la cintura del hombre, y con gran sorpresa notó que el bulto en la entrepierna del uniformado delataba que estaba teniendo una erección.

Leo no sabía que hacer: no quería abrir los ojos y evidenciar su infantil simulación, pero tampoco le agradaba la idea de tener a ese tipo mirándolo y alimentando vaya a saber que fantasías.

Por extraño que pareciese la situación estaba empezando a excitarlo, y muy a pesar suyo notó que su verga también estaba empinándose. El problema era que como vestía un pantalón de tela liviana el aumento en el tamaño de su pinga ya debía ser notorio para el guarda, y al tener los brazos cruzados no había manera de ocultar la evidencia.

Leo pensó que la situación no podía ser más incómoda, y no veía como ponerle fin. Entonces sintió que la mano caliente del guarda se apoyaba en su antebrazo y lo sacudía suavemente, y al abrir los ojos se encontró con la cara del muchacho a pocos centímetros de la suya. Estaba tan cerca que Leo podía ver en detalle los intensos ojos azules bajo las tupidas pestañas, sentir la cálida respiración sobre su rostro, oler el aliento a menta de su boca.

El guarda se acercó aún más, y por unos segundos Leo pensó que iba a besarlo.

En lugar de eso, el guardia sonrió y casi en un susurro le dijo: “Tienes la bragueta abierta”.

Absolutamente desconcertado Leo llevó la mano a su entrepierna y constató que era cierto. Y además, comprendió que al estar contenida sólo por el boxer, su erección era tremendamente notoria. Entonces se puso rojo como la grana, y sintiéndose terriblemente estúpido sólo atinó a balbucear un “gracias” entrecortado.

El guarda sonrió nuevamente, se enderezó y después de palmearle ligeramente el hombro siguió su camino.

El tren llegó a la penúltima estación, y allí descendió la mayoría de los pasajeros. El último vagón quedó vacío, y en el segundo coche sólo quedaban unas pocas personas.

Mientras esperaba que el convoy reanudara su marcha Leo pensaba en la situación vivida, y mientras más analizaba los hechos más confundido se sentía. Por más que le costase, tenía que admitir que la proximidad de aquel hombre y la vista de su tranca abultando bajo el pantalón del uniforme lo habían excitado terriblemente. Además, cuando por un instante creyó que iba a besarlo no sintió ningún asco o rechazo . . . por el contrario, casi deseó que lo hiciese.

El tren arrancó, iniciando la última etapa del trayecto.

Con una expectación que lo disgustaba, Leo se dio cuenta que estaba esperando la aparición del guarda. Sus pulsaciones aumentaron cuando lo vio venir por el extremo del vagón, y notó que nuevamente su verga estaba endureciéndose.

Pero esta vez, el uniformado pasó de largo y ni siquiera lo miró.

A pesar suyo, Leo se sintió frustrado por ese súbito desinterés, y movido por una extraña mezcla de bronca y excitación se levantó de su asiento y se dirigió al tercer vagón, en donde debía estar el guarda. Pero el coche estaba vacío, y Leo se desconcertó. Entonces vio la puerta de la cabina de comando abierta, y sin pensarlo se dirigió hacia allí y entró.

El guarda estaba sentado en la butaca de la consola de mandos, y la presencia del contador pareció tomarlo de sorpresa. Pero enseguida se recompuso, se puso de pie de un salto y mirando a Leo con sus intensos ojos azules le preguntó:

“¿Buscabas algo?”

Ahora el sorprendido era Leo. En realidad no sabía porque había entrado a ese lugar, o por lo menos no podía encontrar una explicación aceptable ni siquiera para él. Confundido y un tanto avergonzado, el contador tartamudeó una negativa, pero cuando iba a salir el guarda le cortó el paso y cerró la puerta. Después lo fue empujando suavemente hasta apoyarlo contra la pared de la cabina, y tomándolo por ambos brazos le preguntó sonriendo:

“¿Realmente no estabas buscando nada?”

Leo se sintió nuevamente confundido por la intensidad con que lo recorrían esos ojos azules, y con una gran mortificación notó que su verga estaba empinándose sin que pudiera hacer nada para evitarlo.

El guarda acercó aún más su boca, y Leo supo que iba a besarlo. Una parte de su adormilada heterosexualidad luchaba por impedir el contacto, pero las señales que enviaba su cuerpo a través de su tranca totalmente enhiesta parecían expresar todo lo contrario.

Leo cerró los ojos, y sintió los labios del guarda sobre los suyos.

Con un estremecimiento se entregó a las suaves caricias de la lengua del muchacho, y finalmente abrió la boca para recibir a ese húmedo invasor.

El guarda pegó su cuerpo al suyo, y a través del pantalón sintió la descomunal erección del joven clavándose en su entrepierna. Entonces Leo dejó caer su mochila, y tomando entre sus manos el rostro del guarda comenzó a responder casi con voracidad a sus besos. Después, sin ofrecer resistencia permitió que le bajase los pantalones y el boxer, y con un gemido de placer dejó que le incrustase su imponente tranca entre las piernas y comenzase a bombear a un ritmo enloquecedor, rozando su hinchadísimo escroto y llegando hasta el comienzo de la raja de su culo.

Leo se sentía absolutamente dominado por la excitación, algo que jamás imaginó iba a experimentar con otro hombre. Los movimientos del guarda lo hacían estremecer de placer, y después de unas cuantas frotadas deseó casi con desesperación mamar esa descomunal verga.

El guarda pareció adivinar los pensamientos de Leo porque bruscamente se detuvo, puso sus manos en los hombros del joven contador, fue empujándolo hacia abajo hasta que los labios de Leo quedaron frente a su anhelante falo, y le introdujo suavemente la verga en la boca.

Las primeras mamadas de Leo fueron algo torpes debido a su falta de experiencia, pero muy pronto adquirió el ritmo adecuado y comenzó a recorrer la durísima tranca del guarda como si fuera un experto, arrancándole quejidos de placer a su dueño.

Sintiendo próxima la corrida el guarda sacó su verga de la boca de Leo, lo puso de pie y lo hizo girar. Después se agachó, separó las nalgas del culo del contador e introdujo su caliente lengua en el cerrado orificio del joven.

Leo deliraba. Era la primera vez que alguien le hacía eso, y con cada lengüetazo del guarda sentía escalofríos que lo sacudían de pies a cabeza.

Después de unos minutos el guarda se detuvo, y poniéndose de pie apoyó la gran cabeza de su vergajo en el ano virgen de Leo. El joven supo lo que vendría, e instintivamente contrajo aún más el cerrado orificio. Entonces el guarda, lamiéndole el lóbulo de la oreja, le susurró:

“Tranquilo, tranquilo. Vamos a ir muy despacio. Quiero que goces, no que sufras”

Muy suavemente, el muchacho comenzó a introducir la cabeza de su tranca en el culo del contador, dejando que el ano fuese acostumbrándose al intruso. Leo podía sentir como su orificio iba dilatándose poco a poco, y notaba como lenta pero firmemente la verga se adentraba en sus entrañas.

Cuando la cabeza atravesó el orificio el guarda comenzó a introducir el resto del miembro, metiendo y sacando suavemente el tronco y avanzando un poco más cada vez.

Leo gemía, y con cada bombeada sentía una mezcla de dolor y placer en su ahora desvirgado culo. Con las manos apoyadas contra la pared de la cabina resistía los controlados embates del guarda, y con las piernas abiertas y tensionadas mantenía el equilibrio ante el permanente vaivén del tren. Entonces recordó donde estaba, y alarmado giró la cabeza y miró a su alrededor. Pero respiró aliviado cuando vio que la cabina tenía en los costados y en la parte posterior vidrios color humo, que permitían ver hacia fuera pero no dejaban ver el interior.

Leo se sintió un poco más tranquilo, aunque no pudo dejar de imaginar la cara de algún desconcertado transeúnte que al pasar el tren hubiese visto el espectáculo que estaban dando. La idea lo tentó, y la risa apenas contenida hizo que relajara su apretado ano. El guarda lo notó, y tomando a Leo del pecho metió de una sola vez el resto del tronco en el culo del contador, arrancándole un grito de dolor.

“Ya está precioso, ya está. Lo siento, pero no tenemos tanto tiempo. Relájate, que ahora viene lo mejor”, le dijo el guarda al oído.

Entonces tomó a Leo por la cintura, lo movió unos pasos en semicírculo e inclinándolo lo hizo apoyar contra la butaca de la consola. Después le separó un poco las piernas, y poniéndole las manos en los hombros empezó a bombear en el rabo del contador cada vez más rápido.

Aferrado al respaldo del asiento, Leo emitía entrecortados quejidos. La sensación de desgarro en su culo le causaba un dolor enorme, pero el ritmo enloquecedor que el guarda le imponía a la cogida le provocaba un placer cada vez mayor, haciéndole olvidar el sufrimiento. Con cada embestida podía sentir el golpe de los enormes huevos del guarda en sus nalgas, y el hecho de saber que todo ese mástil que antes había saboreado estaba dentro suyo lo excitaba de una forma increíble.

Por su parte, el guarda también estaba gozando como nunca. La estrechez del esfínter virgen de Leo hacía que su verga entrase apretadamente en el culo del joven, provocándole una sensación indescriptible. Además, los quejidos y jadeos de Leo aumentaban su excitación, y la idea de estar desvirgando a un apetecible joven heterosexual lo hacían vibrar de gozo.

La tranca del contador, que desde el primer beso del guarda nunca había dejado de estar enhiesta, comenzó a latir anunciando un inminente orgasmo, y en medio de un entrecortados gritos Leo comenzó a escupir torrentes de leche como nunca antes recordaba haberlo hecho.

Los espasmos de la corrida apretaron aún más la durísima verga del guarda, y estimulada al máximo la imponente pija empezó a descargar violentos trallazos de calentísima lefa en el interior del palpitante culo de Leo.

Desbordado por el placer el guarda se recostó sobre Leo, abrazándolo fuertemente y mordiéndole lo musculosa espalda. Cuando la verga terminó de soltar su copiosa carga la fue sacando lentamente del culo del contador, liberando el dilatado esfínter que todavía seguía latiendo.

Después ambos jóvenes limpiaron los restos de las abundantes corridas, y terminaron de acomodarse las ropas justo cuando el tren entraba a la estación terminal.

El guarda abrió la puerta de la cabina y se apartó para dejar pasar a Leo. El contador caminó unos pasos, pero cuando estaba por salir repentinamente se detuvo frente al joven uniformado y lo tomó con ambas manos de la pechera de la camisa, arrastrándolo hasta golpearlo fuertemente contra la pared de la cabina.

Sorprendido, el muchacho abrió enormemente sus intensos ojos azules, y por la ferocidad que vio en la mirada de Leo dio por seguro que iba a golpearlo. Durante unos segundos que le parecieron eternos esperó recibir un puño cerrado en el rostro, pero en lugar de eso el contador fue aflojando lentamente la presión de las manos, hasta que finalmente esbozando una sonrisa le preguntó:

“¿Te toca el mismo horario mañana?”

izakyel@yahoo.com FOTOS

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