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Dos Historias de un Ama - 1ª Parte

 Duna ha recibido una carta de su amiga Raquel. Se fue a Barcelona hace un mes para montar un gabinete de sadomaso. ¿Por qué Barcelona? Porque es un centro de turismo "sexual". No es que tenga un barrio chino especializado en la prostitución (que lo tiene), sino que allí el mundillo del sexo es visto con más liberalidad que en el resto de la península.


La carta empieza así:


"Querida Duna: ¡Por fin me he instalado en Barcelona! Ya tengo el apartamento amueblado y hoy mismo he tenido mi primer cliente. Bueno... mis primeros clientes, porque eran dos, una pareja. ¡Estoy tan contenta! He disfrutado como una niña. Pero primero te quiero contar cómo lo organicé todo..."


Duna, que trabaja de secretaria, siente una cierta envidia por su amiga. A ella también le gustaría ganarse el sueldo fustigando nalgas de varones. Antes de seguir leyendo la misiva, que promete ser una descripción explícita de una sesión de sado auténtica, se pone cómoda. Un poco de música suave, las braguitas fuera para poder acariciarse mejor y un sofá mullido donde masturbarse mientras se entera de las perversiones de su amiga.


"Lo que hice nada más llegar al apartamento fue amueblarlo. No me refiero a ponerle camas y mesas, sino a la cantidad de artilugios de tormento con que lo he llenado. Por ejemplo, las lámparas tienen forma de falos encadenados. He comprado un potro de tortura, un par de cepos para cabeza y piernas, taburetes con consoladores pegados, ... ¡De todo! No quiero que falta nada."


Sólo de pensar en el uso que su amiga le piensa dar a esos objetos, se empieza a mojar. Deja un momento la lectura erótica para coger un consolador. El más grande que tiene, que la ocasión lo merece. Introduciéndolo en su coñito, el placer que le provoca leer las travesuras de Raquel se multiplicará.


"Luego renové mi vestuario en una sex-shop. Sostenes de cuero, botas de charol, lencería de seda,... Como ves, no me he olvidado de los fetichistas.


Cuando ya tuve todo más o menos organizado, puse un anuncio en varias revistas especializadas en sadomasoquismo. Te he mandado una copia. ¿Qué te parece?"


Duna miró un trozo de papel grapado a la carta que mostraba a una chica completamente inmovilizada por correas. ¡Era ella misma! Sin poder creérselo, siguió leyendo:


"¡Ja, ja! Espero que no te importe que haya utilizado la fotografía que te hice en la fiesta de mi cumpleaños como reclamo publicitario..."


- Serás golfa... – musitó divertida Duna. Por supuesto no le avergonzaba salir así en una revista. Tenía un buen cuerpo y la fotografía había salido muy bien; casi era arte.


"Supongo que no. ¡Te conozco, cariño! Estoy segura de que te estás masturbando pensando en que los fetichistas de la ciudad condal se masturban mirando tus curvas...


La verdad es que recibí la primera llamada interesada a los dos días de editarse la revista. ¡Eres un buen cebo, Dunita! Se trataba de un hombre, maduro según pude deducir por la seguridad y gravedad de su voz. Estaba muy excitada. Quedé con él esa misma tarde a las cinco.


Me duché y perfumé bien, y luego me vestí como dómina profesional por primera vez. Cuando me miré en el espejo, casi me desmayo. ¡Estaba preciosa! Me había puesto un corsé negro que apretaba mi cintura y resaltaba mis pechos, descubiertos por completo; un liguero con medias de rejilla y zapatos de tacón, sobrios pero elegantes. Para rematar, una gorra de cuero como las de los chaperos y guantes de satén.


Esperando hasta la hora, me dediqué a calentarme un poco el conejo, metiéndome un dedito. Como tú harás ahora leyéndome... ¿me equivoco?"


Casi aciertas, cielo. – contestó Duna, que había comenzado a rozar su erecto clítoris con la punta del enorme consolador.


"Llegó la hora y, puntual como un reloj, llamaron al timbre. Me miré por última vez en el espejo y fui a abrir. Estaba nerviosa, pero me decía a mí misma que yo tenía el control, que yo era el ama. ¿Quién no desearía someterse a mi pelo rubio, mis labios carnosos y brillantes, mis pechos dulces y apetitosos o mi rajita insaciable?


Detrás de la puerta me encontré con la primera sorpresa, seguida de cerca por la segunda. La primera era que el hombre era mayor, cuarentón o incluso cincuentón. Tenía el pelo gris ya y bigote. Pero estaba fuerte, y en su porte y elegancia, se notaba que era un caballero, incluso diría que había algo en él de noble. ¿No sería un conde?


Detrás suyo estaba la segunda y para mí mayor sorpresa: lo acompañaba una muchacha de escasos veinte años. ¿Su hija? No se parecían. Debía ser una amante. Era bajita, por lo menos diez centímetros más que yo sin tacones. Morena, de pelo corto, ceñía su cuerpo voluptuoso un vestido de una pieza rojo. Si algo he de destacar de su belleza, eran sus pechos. Enormes, inabarcables, como ubres. Nada más verlos, o intuirlos, deseé aplicarles todo tipo de suplicios..."


Mmmm... Eso es, hazle daño a esa zorrita... –


Duna no esperó a leer más para penetrarse a sí misma con el consolador. Se imaginaba que era la putita que Raquel había descrito en la carta. De lo húmeda que estaba, el objeto pasó sin impedimento hasta el fondo de su almeja.


"El señor (porque era eso, un señor de los de antes), me saludó cortésmente besándome la mano y me presentó a su secretaria: la señorita Juno. Tímidamente la chica me dio dos besos. Él se disculpó por no haberme advertido de que vendría acompañado. Yo, que estaba deseando ponerme manos a la obra, pregunté que para quién sería el servicio.


Para ella. Es una pervertida masoquista y he querido regalarle una sesión con usted por ser tan servicial en mi oficina. –


Les indiqué que pasaran, para poder enseñarles el gabinete y que me dieran su opinión. Detrás de una cortina estaba todo el aparato inquisitorial. Les expliqué que mucho de lo que veían era decorado destinado a crear un ambiente siniestro. Quedaron ambos muy complacidos, en especial el hombre.


Por fin, di comienzo a la sesión. Ordené a Juno que se quitara el vestido. Tal como sospechaba, no llevaba nada de ropa interior debajo. Sus tetas saltaron, pidiéndome que las martirizara. Tomé una con la mano y le pregunté a su dueña:


Tienes unos pezones muy grandes, pero... ¿te agrada que te los pellizquen? –

¡Oh, sí, me encanta ama! Hazme daño, por favor, como más te guste. –


Era la primera vez que me llamaban ama. Me sentí divina, poderosa. Complacida, le apreté con los dedos, envueltos en satén negro, el pezón derecho. Aunque los guantes impedían una sujeción perfecta, sé que le dolía la presión. El otro pezón lo tomó espontáneamente el hombre. Así, con ambos pechos mortificados, le metí la lengua en la boca y degusté el sabor de su paladar.


La ternura de aquella chica al besarla me hizo inconscientemente cambiar los pellizcos por caricias. Si se nos hubiese dejado, habríamos terminado acostándonos como dos lesbianas, pero el hombre pidió que azotara a su pupila.


Acompáñame. –


Me cogió, dócil, la mano y fuimos hasta una pared de la estancia. Caminaba algo agachada y me miraba de reojo, sonriente. Parecía humillada y feliz de estarlo.


Había anclado al muro una espaldera. La hice subir un par de travesaños y le até las muñecas al más alto con cuerdas. De cara a mí, con sus genitales bien expuestos. Luego hice lo propio con los tobillos, bien estirados. Al terminar, la zorrita sostenía su peso sólo por los brazos. Tenía que ser molesto, incómodo, doloroso. Los pechos caían hasta casi el ombligo, aumentando el sufrimiento. Pero no parecía molesta, sino todo lo contrario. Una vez que me aseguré de su total indefensión, le dije:


No quiero oír ni la más ligera queja, ¿entendido? –


Asintió con la cabeza. El hombre observaba. Seguro que ya estaba cachondo. Yo, desde luego, sí.


Elegí un gato de varias colas, largo, para abarcar todo el cuerpo de la puta de un solo golpe. Lo tensé ante su mirada ansiosa y lo hice chasquear en el aire para asustarla. Luego dejé que acariciara por dos veces su piel, dejándolo escurrir desde los pezones al coño. Cuando hubo conocido la textura del flagelo, dejé que la furia sádica me poseyera y descargué mi rabia sobre ella.


Las tiras de cuero sólo rozaban el aire un segundo antes de impactar, sacudiendo la piel en toda su extensión. A los tres azotes, ya había acostumbrado la muñeca al peso de los cilios y era capaz de propinar golpes certeros. Ella, extasiado por el suplicio, cerró los ojos. Con cada azote, gemía, pero de placer. Eso me enfadaba y hacía que los impactos siguientes fueran cada vez más hirientes. Me ensañé con los pezones y su bajo vientre. Con un poco de tiempo, logré que las puntas del gato abrieran los labios vaginales hacia un lado o hacia el otro.


¡Muy bien! Pero creo que Juno gustará de probar un suplicio más refinado. –


El hombre me había devuelto a la realidad. Jadeé, intentando controlar mi respiración agitada. Él sacó de un maletín que traía dos pares de imperdibles y un cabo de vela. Encendió la mecha y acercó la aguja de uno de los sencillos broches a la llama.


Juno adora que atraviesen sus pezones. –


Supuso un leve shock para mí. No había planeado introducir en mi trabajo el uso de perforaciones hasta más adelante, cuando tuviera algo de experiencia. También me daba algo de miedo. ¿Y si luego me pedía que fuésemos más lejos en la escala del dolor? ¿Hasta donde sería yo misma capaz de llegar? ¿En qué momento diría "basta"?


La llama ya había calentado el metal. Pronto estaría al rojo. Decidí hacerlo, pero creí conveniente preguntarle su opinión a la cerda.


¿Es verdad que te gusta que te torturen así los pechos? –


Juno casi chilló su respuesta:


¡Sí! ¡Hazme sufrir, quiero sentir la carne atravesada por esos alfileres! –


Todos de acuerdo. El hombre sonrió cuando me acerqué para tomar el primero de los tormentos. Aún con el guante y tomándolo por el extremo protegido de plástico, noté el calor. Le oí comentar mientras volvía junto a Juno:


Así matamos dos pájaros de un tiro: están esterilizados y el calor aumentará el suplicio. –


Yo ya estaba preparada. Detrás mía la vela caldeaba el siguiente imperdible. Antes de acercarle el que yo sostenía, aconsejé a la zorra:


Relájate. –


Y procedí a atravesar de un lado a otro el abultado pezón, en sentido descendente. Juno no pudo soportarlo sin quejarse y mirando al techo gritó. Me resultó demasiado rápido. Con el siguiente, en cuanto me lo pasó el hombre, fui más juguetona.


Ya no estaba nerviosa por lo que pudiera suceder, y únicamente pensaba en cómo hacer más dolorosa la penetración del hierro en la piel. Primero dejé que el calor abrasase un momento la sensible aureola del pezón intacto. Cuando hube comprobado la tozuda resistencia a emitir gemidos de mi víctima, pinché la cúspide y ensarté el alfiler. De nuevo los chillidos llenaron la estancia.


Quedaban dos alfileres que colocar. Harían pareja con los dos ya clavados. Una gota de sangre asomaba por el minúsculo orificio de salida de uno de ellos, empapando el metal ennegrecido por la acción del fuego. El tercero lo hice entrar especialmente despacio, descubriendo el punto exacto en que el dolor hacía gemir a Juno. Probé a extraerlo un poco, con resultados bastante interesantes. El cuerpo de la esclava se arqueó en una violenta convulsión, saturado por la sensación, durante unos segundos.


Al clavar el último imperdible, lo hice girar sobre el eje de la aguja para agrandar el túnel que perforaba. No fui muy cuidadosa, porque entró en contacto con el segundo alfiler que había puesto. Juno se quedó sin respiración: el dolor nuevo había avivado uno reciente que se apagaba.


Ya estaban los cuatro alfileres, de dos en dos formando una preciosa pareja de cruces sobre aquellos pechos enormes. En fin, Duna, que el "piercing" en el sadomaso es un arte aparte. Me queda todavía mucho que aprender sobre él..."


Duna había recreado en su imaginación la escena perversa que acababa de leer en la carta de su amiga. Tuvo así un primer orgasmo que humedeció buena parte de su consolador. Siguió leyendo.


"El hombre quedó tan complacido como yo con la visión de la mortificada Juno crucificada por los senos. Parecía una mártir de la perversión. ¡Ojalá hubiese tenido una cámara de fotos! Créeme que fue una estampa irrepetible. Me dejó excitadísima. Él dijo:


Excelente.... Ahora pregúntele a esa perra viciosa qué es lo que quiere. –


Asó lo hice. Juno, con los ojos muy abiertos, exclamó, presa de la excitación:


¡Quiero tu tranca en mi coño! ¡Dámela, por favor! –


Él volvió a abrir el maletín y sacó un falo artificial gigantesco. Como el de un caballo o quizás más grande. Sus manos parecían las de un niño comparadas con aquel prodigio. Mientras me lo entregaba para que con él aplacara a nuestra puta, dijo:


Ya ve qué zorra es. Supongo que esto suplirá con creces mi miembro. –


De nuevo al lado de Juno, le pregunté, sádica:


Vas a tener lo que quieres, cielo. ¿Cómo quieres que te lo meta? –

¡De golpe! Quiero que me destroce el coño, que me reviente. –

¿Sí? Lástima. Me gusta meterlo despacio para que las rajitas de mis putas sufran dilatándose lentamente. –


Por última vez contemplé el coloso. Lo acaricié con los dedos enguantados. Era impresionante. Deseé incluso ser yo la que tuviera que sufrir su acometida. No obstante, no vacilé cuando tuve que clavárselo hasta el fondo en la almeja. Estaba tan húmeda que no creo que llegara a sentirlo. Sea como sea, la base fue lo único que sobresalió de sus labios vaginales cuando dejé de empujar hacia adentro.


Oí la voz de él justo sobre mi hombro. Su aliento hizo un hoyuelo en mi cabello rubio.


Ella ya tiene lo que quería. Ahora nos toca a nosotros. –


Miré hacia atrás y vi que se bajaba los pantalones, mostrando un pene completamente erecto. Fue la visión más apetecible que he tenido nunca. Dije:


¡Sí! Lo estaba deseando ya. ¡Ven! –


Abrazándome desde atrás, me penetró. Como Juno, yo también estaba muy mojada y casi no me di cuenta de que me estaba tomando. Me mordisqueó un hombro, provocándome gemidos de placer. Enseguida sus hábiles dedos alcanzaron mis pechos y me llevaron hasta la gloria con sus caricias.


Abrí los ojos, extasiada. Juno, con los pezones hinchados por los imperdibles, el coño completamente lleno por el consolador, nos miraba, a mí, su ama, y a él, su amante, con envidia. No podía impedir que me poseyera a mí, y no a ella. La humillaba.


Por favor, Jonás... – susurró, creyendo que no la oiríamos.


No le toleré esa muestra de rebelión. No era digna del miembro de Jonás. Sólo yo podía recibirlo, sólo mi coño guardarlo. En cuanto mi compañero se corrió dentro de mí, me lancé sobre Juno para castigarla.


¡¡PUTA!! Tú no te mereces nada. Yo decidiré lo que tendrás. –


La abofeteé con furia. El carmín manchó sus comisuras y se mezcló con la sangre de una herida que le abrí al golpearla. Comenzó a llorar, excitándome aún más. Quería cebarme con ella. Gimoteaba, confusa:


Pero... yo, yo... –


Jonás detuvo mi muñeca antes de que volviese a cruzar la cara enrojecida de Juno.


Es suficiente. –


Desaté a la puta, que corrió a vestirse, como si se avergonzara de su condición de esclava delante de mí. Yo me quedé mirando a Jonás, enamorada de su seguridad. Había llevado él toda la sesión, pero sin necesidad de látigos o suplicios, únicamente con su personalidad y autocontrol. Juno podía estar contenta de tener un amo-amante como él. La haría muy feliz. En la puerta me despidió con un tierno beso en la mejilla y una promesa:


Ha estado magnífica. La felicito. Informaré a mis amistades de su habilidad y... ¿quién sabe? Creo que volveré a verla, querida. Adios. –


Bueno, Duna, yo también he de despedirme. Espero que te haya gustado mi relato. ¿Romántico, pasional? No sé... Pero en cuanto me haya decidido o tenga otra experiencia como ésta, te volveré a escribir. ¡Besos!"

drsaccher@mixmail.com FOTOS

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