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La chica del tren

 

LA CHICA DEL TREN

 

Llevaba viajando en aquel tren de cercanías más de media vida. Había cursado mis estudios a seis estaciones de mi casa y ahora me había tocado trabajar cerca de mi instituto. Cuando llegaba el buen tiempo, teníamos que hacer maravillas para poder entrar en los atestados vagones, ya que la última parada del tren era en una localidad costera y la gente se desplazaba en masa para acudir a la playa.

 

Aquel año me había tocado trabajar todo el verano, aunque al haber muchos clientes de vacaciones no nos lo tomábamos muy en serio. Ese día en concreto fue de los más complicados para hacerse un hueco entre la marea de playeros que llenaba el tren. Cuando salió del andén, con el traqueteo de las vías nos fuimos acomodando todos los que viajábamos de pie como sardinas en su lata. Tras hacer la primera parada pude acercarme al panel que separa el vestíbulo en el que me encontraba, de la zona de asientos. Este panel tenía una altura de casi metro y medio, por lo que llega a la altura del pecho de una persona adulta y resulta un buen punto de apoyo.

 

Al retomar la marcha advertí que me había situado a la espalda de una joven que estaba apoyada en el mismo panel, mirando hacia la zona de asientos. A pesar de los típicos y a veces inevitables roces que se dan en estos lugares tan llenos de gente, en mi condición de supuesto caballero, yo evitaba en lo posible el contacto con su cuerpo, manteniéndome a distancia a base de aguantar los vaivenes con mi brazo apoyado en el panel.

 

Al cabo de un tiempo empecé a notar que de vez en cuando ella apoyaba el pecho en mi dedo pulgar, el único que tenía a este lado del panel. Mi primera intención fue la de cambiar de posición mi mano, pero enseguida pensé que era algo agradable y además, yo no lo había buscado. Era ella la que se movía y me oprimía el dedo.

 

En la siguiente estación aguanté los empujones para no perder mi posición y no mover ni un milímetro mi mano, que ya empezaba a disfrutar de la ocasión. Al reanudarse el movimiento del tren, empezó otra vez a tocar mi dedo con el pecho, pero pronto advertí que ya no sólo lo apoyaba, sino que se movía de lado a lado, poco a poco, con lo que comencé a notar su pezón cada vez más firme a través de la ropa.

 

Esto me reveló que ya no se trataba de un simple roce ocasional, sino que lo estaba haciendo a propósito. Fue algo que no me esperaba y me pilló por sorpresa, incapaz de reaccionar, pero al ver que el contacto era cada vez más fuerte y aquello se ponía más duro, fui moviendo el dedo en sentido contrario a su propio movimiento para abarcarlo en toda su dimensión.

 

Así seguimos un par de paradas más. Cuando el tren paraba y la gente bajaba y subía, permanecíamos quietos, pero en cuanto reanudaba su marcha seguíamos con la lucha entre dedo y pezón. En cierto momento, como ella llevaba un fino vestido de playa con escote, subí el dedo hasta llegar al borde y lo metí bajo él para llegar a donde antes, pero sin ropa por medio. Pasé mi dedo índice a este lado del panel para poder pellizcar suavemente su pezón, que ahora estaba en su máxima firmeza. No creía que nadie me descubriera, ya que su pecho estaba oculto en el rincón del panel. Incluso era de lo más excitante estar haciendo aquello con una desconocida y en público sin que se enterase nadie.

 

Poco después de empezar con aquellos suaves pellizcos, noté cómo su trasero se movía hacia atrás para quedar en contacto con mi entrepierna que, como es de suponer, ya se encontraba en pie de guerra. El meneo del tren me hacía notar el roce alternativo de sus nalgas. Ella se movía discretamente de lado a lado y yo lo hacía de arriba a abajo, ambos adaptándonos al ritmo del vagón, con lo que conseguíamos un movimiento circular de lo más excitante.

 

Perdí la noción del tiempo. Llegó mi parada, pero no pude bajar del tren, no conseguí separarme de aquella sensual hembra que me tenía pegado a su cuerpo. Llevé la mano que tenía libre a su cintura y la fui bajando muy despacio por la cadera hasta llegar al final de su corto vestido. Le acaricié el muslo, primero por el exterior y cuando llegué a su parte interior, noté un dulce temblor que estremeció su cuerpo, que me demostró su grado de excitación y me puso a mi al máximo. Volví al exterior del muslo y subí la mano hasta llegar a sus bragas. Lentamente, fui siguiendo su contorno inferior hasta llegar casi a la ingle. Subí y bajé varias veces y fue entonces cuando ella dio un paso a un costado con el fin de abrir un poco las piernas y facilitar mis progresos. Comencé a acariciar su sexo por encima de las braguitas mientras mi otra mano no cesaba de atender a su pecho. La prenda íntima empezó a humedecerse mientras aumentaba la presión de mis pantalones sobre su culo.

 

De vez en cuando yo echaba un vistazo a nuestro alrededor, pero nadie parecía percatarse del avance de mis manos y de mi pierna central. Aspiré el fresco olor de su pelo y en algún momento creí notar otro aroma más sutil, mucho más sensual. Subí mi mano para meterla por el borde superior de las bragas y llegar a mi meta, a aquel festival de jugos, aquel lubricado refugio para mis dedos. El movimiento de sus caderas era el contrario a mi mano, aumentando su placer y a la vez haciendo que el roce de su trasero me resultara casi insoportable. Noté que su respiración se agitaba, pero ella lo disimulaba poniendo sus brazos sobre el panel y escondiendo su cara entre ellos. Por mi parte, no podía hacer lo mismo, por lo que tenía que aguantar el tipo mirando al frente manteniendo la seriedad, cosa por cierto nada fácil.

 

Me dediqué a recrearme un rato en aquel cálido paraíso hasta que mientras mi dedo salía y entraba hasta el fondo de la cueva, el pulgar acariciaba su botoncito más íntimo. Tras un rato de notar contra mi los temblores de su cuerpo, emitió un suave gemido que varios de los que estaban alrededor escucharon y mis dedos se empaparon de sus calientes flujos que un intenso orgasmo hizo brotar. En ese momento ella quedó como desfallecida, sin fuerzas, de tal forma que tuve que sacar apresuradamente mi mano de allí y sostenerla entre mis brazos para que no se desplomara.

 

Y esto ocurría justo en el instante en que el tren llegaba a la última estación del recorrido, en la que se apeaban todos los pasajeros que quedaban. Varias personas se preocuparon y le preguntaron si se encontraba bien y qué le había pasado. Ella se disculpó diciendo que había sido un mareo transitorio provocado por el calor y les dio las gracias por su interés. Yo, mientras tanto, la había soltado y no sabía dónde meterme, pensando que alguien habría descubierto mis actividades de masajista vaginal, aunque al final, si lo había visto, nadie dijo nada.

 

Cuando el tren se vació me quedé en el andén como alelado tras el calentón y el posterior susto del final y sin asimilar del todo lo que me había pasado. Ella se dirigió a la salida de la estación entre los últimos viajeros y cuando pensé que no volvería a verla, se paró, se giró un poco para mirarme y esbozó una sonrisa que me dijo mucho más de lo que me podrían decir mil palabras. Después se volvió y salió del andén en dirección a la playa. En ese momento supe lo que tenía que hacer. Aquella mirada, aquella sonrisa me estaban llamando, me estaban pidiendo a gritos que la siguiera, que no todo había terminado. Y yo, obediente, así lo hice.

 

A la playa se llegaba tras un agradable paseo de algo más de un kilómetro, siguiendo el borde de una ría y del mar. Como ella no se había parado a esperarme, la seguí unos cien metros por detrás, recreándome con la visión de aquel cuerpo de mujer menuda pero bien proporcionada. En aquellos momentos pensé que todo lo que veía en ella me gustaba. Sus curvas, su trasero, su melena, su forma de andar... Todo me parecía perfecto. Ella no volvió la vista ni una sola vez, pero yo estaba convencido de que sabía que yo la seguía, que me llevaba como si estuviera atado con una correa invisible.

 

Cuando llegó a la playa se dirigió directamente a una fila de casetas de madera de esas que hasta no hace muchos años había en muchas playas y servían para cambiarse de ropa, pintadas a rayas verticales de colores. Al ver en cual entraba, me dirigí allí en línea recta como hipnotizado, como si fuera un zombi sin voluntad. Tras recorrer los cien metros que me separaban de ella llegué ante la entrada que a mi me pareció las puertas del cielo. Apoyé mi mano para empujarla y, como yo esperaba, la puerta cedió al momento.

 

Y si la entrada me había parecido la puerta del cielo, lo que encontré dentro me pareció un ángel del paraíso. Ella me esperaba totalmente desnuda, con sólo su sonrisa puesta. Al verme parado en la puerta, se adelantó para cogerme una mano, empujarme dentro y cerrarla detrás de mi. A partir de ahí todo fue como un tornado de emociones y sensaciones. Mientras yo la besaba y recorría su cuerpo con mis manos, ella me desnudaba apresuradamente, llegando a romper algunos botones de mi camisa. Tras esto, me abrazó y se subió a mi cuerpo rodeando mis caderas con las piernas mientras yo me mantenía de pie. Me sorprendió la facilidad con la que mi miembro entró en ella, pues estaba increíblemente lubricada. Aguanté como un caballero aquella primera embestida mientras ella se deshacía en gemidos y espasmos. Fue una forma de hacer el amor salvaje, impaciente, como si nos habríamos estando deseando durante años.

 

La segunda vez que lo hicimos ya fue muy diferente. Me senté en el único banco que había, ya que las dimensiones de la caseta no daban para permanecer tumbado. Ella se sentó sobre mi y, mirándonos a los ojos, fuimos fundiendo nuestros sexos lentamente, ahora sin ninguna prisa, hasta que llegamos al fondo. Muy poco a poco comenzamos a movernos sin dejar de mirarnos. Descubrí que de esta forma, a la vez que uno mismo va sintiendo aumentar el placer, también lo va notando en el otro, en su mirada, en sus gestos. Y descubrí que viendo el placer que yo estoy proporcionando a una mujer, mi propio placer se multiplica. Para mi, lo mejor del sexo es saber que estoy proporcionando a mi pareja al menos tanto placer como el que yo estoy experimentando en cada momento.

 

Cuando el ritmo fue aumentando vi cómo se le iba nublando la vista y cerraba los ojos. Yo hice lo mismo, pues empezaba a notar el cosquilleo en el estómago de que algo bueno se estaba acercando. Al notar que ella empezaba a experimentar el orgasmo, el mío propio se disparó. Nos abrazamos y seguimos moviéndonos gozando de un placer extremo como, al menos yo, no había tenido nunca. No hay nada más bonito entre una pareja de amantes que llegar juntos al orgasmo. Saber que el otro está gozando tanto como lo está haciendo uno mismo es la mejor experiencia que se puede tener en el sexo.

 

Agotados, descansamos en aquella misma postura, como sin querer separarnos nunca. Después de un rato de agradecidos besos, ella se levantó, se puso el bikini y me dijo una sola palabra antes de salir: “Adiós”.

 

En aquel instante me di cuenta de que no habíamos cruzado ni una palabra antes de aquel adiós. No sabía ni cómo se llamaba. No conocía absolutamente nada de ella. Ni ella de mi. Pero pensé que quizá fuera mejor así. Aquel recuerdo permanecería siempre en mi mente como si habría tenido lugar el día anterior. Cogí mi ropa y salí a una ducha de la playa. No me importó porque mis boxers parecían un bañador. Cuando me vestí completamente la vi adentrándose en las olas del mar y pensé que aquella era mi sirena. Me di la vuelta y no volví más la vista atrás. No la volví a ver más. Desde entonces, para mi ella será siempre “la chica del tren”.

 

 

 

 

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