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Deseando a Sofia

Calígula
Sofía era sencillamente exquisita, se decía Claudio cada vez que pensaba en ella. De 20 años,-dos años más que Claudio - alta, de piel clara y pelo negro azabache. Encandilaba con sus ojos verde agua. Tenía una cintura estrecha, piernas largas, caderas redondeadas y un maravilloso par de senos abundantes. De hecho, los deliciosos pezones se notaban a través de sus blusas ajustadas, haciendo que Claudio sintiera incómodas erecciones cada vez que la tenía enfrente.
Era hija de su madrastra, con quien su padre llevaba casado algo más de un año. Y desde el momento en que ella entró en su vida, nunca más pudo descansar tranquilo. Despertaba por las noches empapado en sudor, con el pene duro como un hierro quemante y muchas veces, bañado en palpitante semen ansioso.
Claudio la observaba calladamente mientras ella hacía cualquier movimiento, desde el peinarse hasta ponerse las cremas de belleza. Todo en ella le parecía excitante. De hecho, Sofía lo trataba con cierta cortesía, que rayaba en la indiferencia.
Una noche de verano, Claudio no podía dormir. El calor lo tenía inquieto, desesperado. Sus padres estaban de viaje en la costa hasta el domingo siguiente, y lo habían dejado en casa, con una vieja nana casi sorda, y en compañía de esa hermanastra que le robaba el sueño.
Estuvo toda la tarde encerrado en su cuarto, metido en su computadora, bajando fotografías de mujeres desnudas, exhibiendo deseosas sus pechos y la cavidad hambrienta de sus vaginas. Y por la noche, la ansiedad de lamer una de esas vulvas se hizo casi obsesiva. De hecho, la temperatura ayudó a acrecentar su apetito a niveles insoportables. En su cama, recordaba el cuerpo de Sofía, siempre con ropas ajustadas, y sintió la urgencia de la sangre llenando las cavidades de su verga.
Sediento, decidió bajar a la cocina en busca de un refresco helado, o bien algo de hielo para ponerse en la cara. Pudo escuchar el sonido lejano de la televisión de la nana, seguramente dormida frente a alguna vieja película, como solía ocurrir.
De pronto, al pasar junto a la puerta de la habitación de Sofía, se detuvo estupefacto. Estaba entreabierta, y la luz del fondo se veía clara. Sofía estaba en el baño, probablemente tomando una ducha. Se relamió los labios y sin pensarlo dos veces, se acercó en puntillas. Se escondió tras la puerta del baño, mirando por la breve separación de las visagras, pero que le permitían tener un panorama claro de lo que ocurría en el interior.
Efectivamente, Sofía tomaba un baño. Ahhh, sí... El agua corría deliciosa por su cuerpo, a la vista de Claudio, sin que nada lo impidiera, porque ella, oportunamente, había dejado descorrida la cortina de la ducha.
Él pudo admirarla a su antojo: La perfección de su piel húmeda, sus hombros redondos y suaves bajo el largo cabello mojado, los pechos erectos y llenos, los pezones rosados – Claudio se lamió los labios imaginando su sabor – el vientre plano con un exquisito ombligo de tamaño justo, y abajo, la maravillosa sombra del vello púbico, ocultando los deliciosos labios de esa vagina que tanto había soñado con saborear alguna vez.
Tuvo tiempo suficiente para admirarla, mientras sentía que su propio pene se volvía casi un volcán incontrolable, bajo los calzoncillos con que dormía.
Sofía terminó de bañarse y se envolvió en una toalla. Claudio comprendió el peligro. Ella saldría en cualquier momento del baño, así que rápidamente saltó de su escondite. Miró a todas partes y finalmente se decidió por entrar al closet que estaba entreabierto. Se hundió entre la ropa colgada y juntó algo más la puerta corrediza. Permaneció en silencio, mientras el corazón le palpitaba, casi tanto como el glande húmedo.
Sofía se quitó la toalla frente a un gran espejo de cuerpo entero. Tomó una loción humectante, y ante la vista atónita de Claudio, comenzó a aplicarse la crema por todo el cuerpo. Aquello era demasiado. Desde la oscuridad del closet, Claudio debió morderse la boca para no emitir un jadeo de excitación. Ella frotaba con movimientos circulares, el vientre, los muslos, los glúteos duros y levantados. Acariciaba frenéticamente su cuerpo, mientras aplicaba el humectante. Finalmente, llegó a los senos, que apuntaban desafiantes y magníficos. Lentamente, puso loción en sus manos y con la misma calma, comenzó a aplicarla sobre los pechos, circularmente. Comenzó amasando con suavidad por sus contornos, para luego llegar a los pezones endurecidos como cerezas. Con la yema de los dedos los pellizcó delicadamente, con calma desesperante. Claudio no podía cerrar la boca ni pestañear.
Sofía continuó con su masaje delirante, hasta que se le escapó un gemido. Sí, aquella loción tenía un efecto placentero en ella. Ya no tenía humectante en sus dedos, pero las caricias continuaron. De hecho, se hicieron más rápidas y prolongadas. Ahora, con sus dos manos acariciaba cada pecho, y con movimientos más bruscos se tironeaba la punta de los pezones. Estaba respirando aceleradamente.
Ella acercó la silla del tocador hasta el espejo y se sentó con un rápido gesto. Volvió a tomar la botella de loción y aplicó nerviosamente una cantidad generosa en cada mano. Volvió a sus pechos. Entrecerraba los ojos, desnuda en la silla, frente al espejo, mientras masajeaba los senos y apretaba casi violentamente los pezones. El sonido del roce de la crema llegó a los oídos de Claudio. Sofía gemía definitivamente. De pronto, invadida por esa sensación creciente, comenzó a separar lentamente las piernas, hasta que ambas estuvieron casi en ángulo extendido. Claudio vio cómo los labios vaginales se habían puesto cada vez más rojizos, reflejados en el espejo frente a su closet-escondite, y ahora brillaban sabrosamente por los flujos de la excitación de Sofía. Casi podía sentir la textura de ese clítoris asomándose.
Sofía se acariciaba ahora los muslos, internamente, desde las rodillas hasta las ingles. Movía sus caderas cadenciosamente, haciendo que su pelvis avanzara rítmicamente adelante y atrás, mientras su vulva seguía siendo empapada por los jugos internos. Aquello era el paraíso para Claudio. Desesperadamente metió su mano entre el calzoncillo y comenzó a frotarse el pene, a punto de estallar.
De pronto, algo lo distrajo. Sofía se había puesto de pie y había marchado rumbo a la cama. Ahora había otro ángulo para contemplarla, aunque igualmente sin perder un solo detalle. Ella, con gestos apresurados, sacó una llave de su bolso y abrió con rapidez el cajón de su mesita de noche. Claudio alzó las cejas cuando notó que Sofía extraía sonriendo un monumental pepino de tamaño generoso al que besó como si se tratara del más suculento de los penes erectos. En seguida, ella volvió a tomar el frasco de humectante, para luego, con sus hábiles manos, cubrir con la crema cada centímetro del vegetal oscuro.
Una vez que estuvo cubierto, se recostó en la cama, separando completamente las piernas, exactamente frente a los ojos de Claudio. Allí estaba de nuevo, esa ranura rosada y rojiza, húmeda y brillante, palpitante, con ese clítoris que ya quería morder con desesperación. Pero permaneció callado, mientras Sofía acariciaba con la yema de los dedos los contornos de la vagina. Ella tenía los ojos entrecerrados y se relamía los labios, dando pequeños gemidos, mientras sus dedos iban lentamente frotando los bordes, primero, y luego directamente la cabeza ardiente del clítoris. Eso la hacía estremecerse y levantar las caderas con la pelvis hasta buena altura, de la cama. En seguida, su índice exploró la empapada entrada de la vagina, siendo seguido por otros dos dedos que comenzaron a aumentar el ritmo de penetración. Ella jadeaba abiertamente.
Repentinamente, los dedos abandonaron le hendidura de la vulva, dejando tras de sí un viscoso hilo de lubricantes. Sofía lamió sus dedos, como si se tratara de la más deliciosa de las ambrosías. A Claudio se le hizo agua al boca.
En seguida, sin más preámbulos, Sofía apuntó la punta del pepino encremado hacia la entrada de su vagina y comenzó a moverlo hacia el interior con ritmo pausado. Luego, fue aumentando progresivamente la velocidad, mientras también el ritmo de sus gemidos crecía. El pepino penetraba deliciosamente una y otra y otra vez, cada vez más brillante por la lubricación de la loción y por los abundantes jugos de Sofía. Claudio se sentía embriagado, podía oír el maravilloso sonido de los lubricantes frotándose y los jadeos de Sofía, que arqueaba la espalda mientras sus ojos se entornaban.
El pepino penetraba casi por completo dentro de la vagina de Sofía, que no cesaba de moverlo frenéticamente dentro de su cuerpo. Ahora se había puesto de rodillas, mientras continuaba manipulando el vegetal con ardiente velocidad, mientras los lubricantes resbalaban entre sus muslos. Los senos, aún brillantes por la loción humectante, se alzaban al ritmo de los movimientos del juguete de Sofía.
En el closet, Claudio sacudía a la misma velocidad su ya hirviente miembro. La piel del prepucio había retrocedido por completo, y el glande, hinchado y húmedo, parecía latir desesperado por vaciar la corriente de semen fogosa.
Sofía no descansaba, mientras su velocidad se hacía casi demencial. De pronto, en medio de su delirio, cayó de espaldas en la cama, moviendo espasmódicamente la pelvis hacia delante y atrás, invadida por oleadas del más violento orgasmo jamás conseguido. El pepino, aún incrustado en sus carnes, se agitaba de arriba abajo, mientras ella sacudía su cuerpo, aullando de placer, mientras acariciaba finalmente sus pechos ahora sudorosos. En el clóset, Claudio eyaculaba un chorro abundante y tibio sobre uno de los vestidos de Sofía.
Fue tal el placer de Claudio, que las rodillas le temblaron ante la sensación de descarga, y tuvo que sostenerse de la vara que sujetaba los ganchos de la ropa, con tan mala suerte, que toda ella se vino abajo ante la presión ejercida, haciendo un ruido indiscreto.
Desesperado, trató de recoger lo que había arruinado, cuando de pronto, la puerta del closet se abrió bruscamente. Allí estaba Sofía, desnuda y desafiante, mirando casi con sorpresiva burla a Claudio, con los calzoncillos abajo y con su pene adolescente, aún goteando semen.
Al parecer, te gusta andar observando lo que no te importa, hermanito, ¿verdad?. – Preguntó ella, sin que pareciera importarle en lo más mínimo su espléndida desnudez frente al muchacho.
Yo no sabía, vine a buscar algo... De verdad... – Trató de disculparse Claudio, subiéndose los calzoncillos nerviosamente.
Sofía avanzó hasta la cama y se recostó sobre los cojines. Claudio no podía dejar de mirar alternadamente los labios vaginales de su hermanastra, aún húmedos por la prolongada jornada de masturbación, y el pepino, que yacía a su lado, sobre la almohada, brillante por los jugos que lo acariciaron, cansado, como un amante cumplidor.
¿Qué diría tu papi si sabe que te vienes a esconder a mi closet para espiarme mientras duermo? – preguntó Sofía con tono malicioso, mientras meneaba una de las piernas que colgaban de la cama.
No lo sé... – Balbuceó Claudio, con la vista prendida ahora en los pechos de Sofía.
Ella parecía conciente de sus ojos.
¿Te gusto, verdad? – Preguntó ella. Claudio asintió con la cabeza.- Sí, lo sé. Me doy cuenta de cómo me miras... Y te contaré, hermanito, que tú también me gustas bastante, aunque no te lo demuestre. –Se sentó en la cama, mirándolo fijamente. – Y ahora me encantaría saber si aprendiste algo interesante de lo que viste hace unos minutos, o sólo te sirvió para botar tu semen en la ropa de mi closet.
¿Si aprendí algo? – Preguntó Claudio, perplejo.
Sofía lanzó una carcajada sonora mientras volvía a recostarse en la cama. Con su mano, hizo un gesto a Claudio para que se acercara, mientras ella emitía un gemido suave, casi un ronroneo. Lentamente, al ritmo de ese gemido, Sofía fue separando con suavidad las piernas, dejando ver ahora de cerca la hendidura magnífica de su vulva, que invitaba a Claudio a lamer sin contemplaciones.
Vamos, hermanito... ¿No te animas a dar una probada? . –Dijo ella, mientras alzaba la pelvis.

Continuará. FOTOS

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