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La Pasajera Polizon

Los primeros rayos de la aurora clareaban el horizonte. Me encontraba de guardia en la cabina de mando. Hasta mí llegaba el sincopado runrún de los potentes motores diesel del buque. Golpeaban rítmicos treinta metros debajo de mis pies. Ni una vibración en la tarima ignífuga sobre la que se atornillaba el sillón del oficial de guardia. Era mi guardia. La del primer oficial, de las cuatro a las ocho de la mañana.

El viento racheado levantaba borreguitos blancos en la rizada y azul superficie del océano. Llevaba dos horas sentado controlando con frecuencia los instrumentos automáticos de navegación. A dos metros de mí leía muy interesado Quique, el timonel, un cómic repantigado en su asiento. Me levanté para estirar las piernas y fumarme un cigarrillo. Acababa de levantar la vista de la llama del mechero cuando la vi. Subía despacio las escalerillas metálicas de la segunda cubierta sujetándose con las manos a las barandillas. El balanceo del buque era casi imperceptible aunque no tardarían en llegar los pantocazos del oleaje ante el huracán que se avecinaba. Supuse que la mujer tenía poca práctica marinera, pero llegó a la primera cubierta muy decidida.

Al pisarla, el viento arremolinó su larga cabellera rubia sobre su rostro. No pude ver su cara, pero el cuerpo, delgado, flexible y armonioso caminó contra las rachas ligeramente inclinado. Se apoyó en la amura de estribor. Las ráfagas de aire, cada vez más violentas, pegaban a sus muslos la fina tela del vestido tobillero de color blanco de falda acampanada y escote generoso. Calzaba sandalias blancas. Era joven. Se notaba vitalidad en todos sus movimientos. Se apoyó con los antebrazos en la regala, mirando como la roda dibujaba bigotes blancos contra las cuñas de la proa al cortar el agua, mientras el viento jugaba a enredar su larga mela rubia.

Nos separaban diez metros y tres de altura. Giró la cabeza hacia la popa observando la estela burbujeante que las grandes hélices del buque, lanzado a dieciocho nudos, dejaban tras de sí como un camino asfaltado de blanquecina espuma. Una racha de viento levantó su falda dejando las nalgas al descubierto. La tira de la tanga se incrustaba entre las dos semiesferas rotundas y macizas. Me quedé alucinando al ver unas manos de hombre sujetándoselas como si estuviera arrodillado libando el néctar de su sexo. Sabía que eso era imposible. Entre la amura y su cuerpo sólo cabía un hombre dibujado en un papel. Tenía que ser una calcomanía o un tatuaje. Sólo podía ser eso. Pero el efecto, quizá por la distancia, daba visos de realidad a mi pensamiento primero.

No hizo un solo movimiento para sujetar la falda. Ni siquiera el instintivo típico de la mujer que nota su vestido alzado por el viento. Procedía como si estuviera sola ante la inmensidad del océano. Miró hacia el frente durante unos minutos, luego inclinó la cabeza sobre el pecho y la mantuvo en esa posición durante un tiempo. De pronto, la levantó con gesto decidido. Una señal de alarma se encendió en mi cerebro cuando apoyó sus manos en la regala con los brazos flexionados. No era la primera vez que veía el gesto suicida. Salí disparado de la cabina. Bajé las escalerillas deslizándome a toda velocidad con las manos resbalando sobre las barandillas metálicas y caí en la cubierta flexionando las rodillas. No estaba dispuesto a detener el buque. No tenía tiempo de pararlo antes de que la succión de las grandes hélices la absorbieran y la hicieran pedazos.

Corrí a toda velocidad hacia ella en el momento que, flexionando las rodillas, se impulsó con brazos y piernas fuera de la borda. Sólo alcancé a rodear sus mulos cuando ya tenía medio cuerpo fuera de la borda. Se golpeó la cabeza contra la amura, la giró hacia arriba... aquellos ojos de color violeta de curvadas y tupidas pestañas eran inmensos y me miraban con odio. No era guapa, pero si muy atractiva... pero ¡¡Dios mío!!... aquellos ojos... aquellos ojos inmensos...

-- ¡¡Suélteme, imbécil, suélteme!! – gritó, con la mejilla casi pegada a la cuaderna blanca y azul – ¡¡Me está haciendo daño, maldito bastardo!!

Ciertamente, mis brazos le apretaban los muslos por encima de blanco vestido con todas mis fuerzas y los músculos de mi abdomen, tensos sobre la regala, se resentían de su pataleo. Me dejé caer hacia atrás apalancándome en la amura sin aflojar la presión de mis brazos. Cayó encima de mí echa una furia, revolviéndose como una pantera herida hasta quedar con su cara pegada a la mía. Como había supuesto era joven, no tendría más de veinticuatro años. La sujeté por las muñecas antes de que sus uñas, afiladas como dagas florentinas, me desgarraran la piel de las mejillas. De pronto, casi sin transición, dejó de luchar y quedó quieta encima de mi cuerpo. Notaba sobre mi tórax la firme dureza de sus pechos, y en mis muslos la rotunda forma de suyos. Los ojos violeta me miraron asombrados, como si despertara de un largo sueño e inopinadamente, acercó su boca a la mía. Me besó con una ternura tan inesperada mientras sus manos sedosas acariciaban mis mejillas que me dejó paralizado de estupor.

Logré recuperarme de mi asombro y levantarme. Le di la mano para ayudarla. El sol naciente ponía reflejos de oro en sus ojos violeta. ¡¡Dios mío, qué ojos!!...Brillaba como trigo maduro su melena rubia alborotada por las rachas de viento. Volví a mirarla. Me tuteó al preguntarme sería:

-- ¿Eres el capitán?

-- No, soy el primer oficial.

-- ¿Cómo te llamas?

-- Alejandro, ¿ Y tú?

-- Laura.

-- ¿Cuál es tu camarote?

-- No tengo camarote – respondió desafiante.

-- No me digas que eres una polizón.

-- Sí, te lo digo. Has acertado. Lo que has hecho no servirá de nada.

-- De momento ha servido para salvarte la vida.

-- De nada servirá.

-- ¿Volverás a intentarlo?

-- No. Es igual. Dejémoslo, tampoco lo entenderías.

-- Tengo que detenerte, lo sabes ¿verdad?

-- ¿Por ser una polizón?

-- Y por intentar suicidarte – respondí tomándola del brazo. Me siguió sin oponer resistencia.

-- ¿Me vas a encerrar?

-- Es mi obligación. Lo siento.

-- ¿Dónde me encerrarás?

-- En la enfermería. Quedarás a cargo del oficial médico.

-- No, No, ¡¡Por favor!! – exclamó temerosa, intentando soltarse de mi mano – En la enfermería no. Ciérrame en tu camarote, con llave si quieres.

-- No puedo hacer eso. Va contra el reglamento.

-- Si, puedes, nadie se va a enterar. Nadie nos ha visto y eres el segundo jefe del buque.

-- No puede ser, Laura. Aunque nadie nos haya visto.

Era cierto que nadie nos había visto. El timonel leía muy interesado su cómic cuando salí de la cabina. Aunque hubiera mirado no podía vernos desde su asiento entre el armario de la bitácora y la pantalla de radar situados en el extremo de babor de la cabina y de espaldas a estribor. Estaba decidido a llevarla a la enfermería, me jugaba una grave amonestación de no hacerlo que figuraría para siempre en mi expediente y en mi rol. Bajamos en el ascensor. Sin embargo, en contra de mi decisión y sin saber por qué, me encontré con ella cogida de la mano abriendo la puerta de mi camarote que volví a cerrar una vez dentro. Tenía que darme prisa. No podía estar fuera del puente de mando mucho más tiempo.

-- Gracias, Alex

-- No te muevas. Lo mejor es que descanses, pero no hagas ruido, o tendré que llevarte a la enfermería. ¿Quieres un café?

-- No, gracias. No te preocupes, no me moveré – respondió girándose hacia mí para besarme suavemente en los labios. Aquellos ojos... ¡¡Válgame Dios!!... Aquellos ojos...

La puerta hermética de acero se acopló suavemente. La cerré con llave. Salí disparado hacia el puente de mando. El timonel ni siquiera se giró a mirarme cuando entré. Me faltaban cincuenta minutos para que el segundo oficial me relevara. Encendí un cigarrillo y me senté comprobando que la brújula marcaba exactamente el rumbo prefijado. Debíamos sortear el huracán que bramaba ya contra la obra muerta del buque. Estábamos cerca de sus estribaciones y debíamos sortearlo para entrar en el Mississipi cuanto antes.

Doscientos sesenta y cuatro pasajeros esperaban en los camarotes la llegada a Nueva Orleáns aquella tarde. Entre ellos se encontraba René de Pont Lebric, duque de Saint Michelle que había hecho amistad durante el viaje con Mauricio Duestray, nuestro capitán, y compartido la mesa de la oficialidad casi todos los días. Era un hombre alto, distinguido, que hablaba correctamente varios idiomas y todavía joven, poco más de cuarenta años tendría. Me había preguntado varias veces si el huracán nos alcanzaría procurando siempre tranquilizarlo. Me lo crucé en el pasillo, momento que aprovechó para recordarme su invitación. Lejos estaba de pensar en fiestas en aquellos momentos, pero le prometí mi asistencia

Creo que yo, después de lo sucedido, estaba algo trastornado. Sólo veía ante mí aquellos ojos grandes y rasgados de un increíble color violeta con ribetes dorados. Sacudí la cabeza como un perro sacude el agua del cuerpo mojado. Quique, el timonel, se giro mirándome de soslayo, pero no abrió la boca. Se lo agradecí. Esperaba impaciente la llegada de Maldonado, el segundo oficial, para que me relevara. Quería regresar a mi camarote cuanto antes. Me sentía atraído hacia aquellos ojos violeta como un trozo de hierro se siente atraído inevitablemente por un potente imán.

Por fin hice entrega del mando del buque y, procurando calmar mi impaciencia, bajé despacio las escalerillas hasta la segunda cubierta; hablé con la cocina desde el teléfono de emergencia del pasillo para que me subieran el desayuno. Lo pedí abundante, más de lo normal. Un desayuno a la americana en toda regla; huevos revueltos, beicon, puré de patatas, tostadas, zumo y café. Abrí la puerta de mi camarote. Dormía apaciblemente de cara a la mampara interior de la cuaderna, bajo el ojo de buey. Recogí una muda nueva. Procurando hacer el menor ruido posible, entré en el pequeño servicio y me duché con agua fría. Regresé al camarote y me estiré en el sofá mirándola dormir.

Me preguntaba cómo había podido subir a bordo sin que la detuvieran. ¿En dónde había subido? Nuestro último puerto fue la isla de Aruba ¿Subió allí? Quizá, pero también hubiera podido hacerlo en Punto Fijo, nuestra anterior escala. No era probable, demasiados días sin comer ni beber. Una polizón no puede dejarse ver, sabe que será detenida, entregada a la policía y repatriada. Ni se me ocurrió preguntarle por su nacionalidad. Hablaba español sin ningún acento y supuse que era española. Nunca me había pasado nada igual. Era increíble la cantidad de errores que estaba cometiendo y no sabía a qué achacar tal cúmulo de desatinos, pero si sabía que estaba dispuesto a ayudarla, incluso contra mis propios intereses.

De pronto el buque amorró la proa, volvió a levantarse y el primer pantocazo retumbó como un trueno al golpear la siguiente ola las cuadernas del pantoque. Acabábamos de entrar en el extremo norte del huracán. Entonces la vi levantarse de golpe y quedarse sentada en la cama mirándome asustada. Me levanté sentándome a su lado y sentí la necesidad de acariciarle el pelo rubio y largo. Me cogió la mano y se la llevó a los labios sin dejar de mirarme.

-- ¿Qué ha sido ese trueno? – susurró.

-- Nada importante, el golpe de una ola – murmuré en el mismo tono – No tengas miedo, Laura, además, no hace mucho querías suicidarte ¿Por qué?

-- No quería suicidarme Alex. Quería... – se detuvo, me atrajo hacia ella y me besó de nuevo en los labios, suave y tierna como una niña para susurrar después en mi oído – No preguntes, no lo entenderías.

Llegó el camarero con el desayuno que recogí en el pasillo. No podía dejarle entrar. La hubiera visto y de momento cuanto menos supieran de ella mejor. Pese a que insistí varias veces hasta casi enfadarme no quiso probar ni un bocado, no tenía hambre. No podía comer nada, comentó suavemente, lo vomitaría. No insistí, tomé unos bocados y el resto lo tiré por el inodoro. El agua de la cisterna se lo llevó al mar. Me había estado observado sin pronunciar palabra mientras desayunaba. Dejé la bandeja en el pasillo para que el mozo de servicio no tuviera que llamar a la puerta. Volví a sentarme a su lado y retomé la conversación donde la habíamos dejado.

-- Si no me lo explicas lo entenderé menos.

Me miró fijamente unos segundos. Su siguiente pregunta me dejó atónito:

-- ¿Quieres casarte conmigo?

-- Pero...

-- Ven, no preguntes – susurró y me arrastró encima de ella.

Cuando dos horas más tarde salí del camarote me temblaban las manos al cerrar la puerta de acero con llave. Fue una locura de amor desenfrenado, pero todo era una locura desde el principio. Me resultaba imposible borrar de mi memoria la visión de sus ojos inmensos y profundos, de su cuerpo de raso, tibio y sabroso como una fruta madura que paladeé enfebrecido. Me dirigí derecho al camarote de Mauricio Duestray, el capitán, mi compañero de promoción y mi Jefe. Tendría que explicarle todo lo sucedido. Estaba seguro de que por muy difícil de comprender que fuera mi proceder, él lo entendería. Era el único que podía casarnos en alta mar y la única forma de salvarla.

Hablaba por teléfono con la operadora de Nueva Orleáns cuando entré. Me indicó con la mano el sillón al lado de su mesa. Cuando acabó se giró hacia mí preguntándome si algo andaba mal. Le contesté que no, todo iba bien. Era un asunto particular del que tenía que hablarle y deseaba que me escucha sin interrupciones. Asintió con un leve movimiento de cabeza y se recostó en el respaldo del sillón. Se lo expliqué todo desde el principio sin omitir ni un solo detalle de lo ocurrido. Sólo cuando le dije que deseaba que nos casara antes de llegar a Nueva Orleáns y permanecí en silencio aguardando su respuesta, preguntó:

-- ¿Laura? ¿Laura qué?

-- No lo sé. No se me ocurrió preguntárselo.

-- Fredo, coño, es un disparate. Puede estar casada.

-- No lleva anillo de casada ni señal de haberlo llevado.

-- ¿Cómo y dónde subió a bordo?

-- En Aruba.

-- ¿Y qué hacia en Aruba?

-- Escapar de los sicarios de Castro.

-- ¡¡Joder!! Lo que faltaba. – respondió, moviendo levemente la cabeza. Se quedó pensativo unos segundos. Frunció el entrecejo y se levantó comentando decidido.

-- Vamos a tu camarote. Quiero hablar con ella.

Abrí con la llave y me hice a un lado para que pasara. Mientras cerraba de nuevo con llave, comentó:

-- Mira a ver si está en el servicio.

El camarote estaba vacío, el servicio también. Los dos ojos de buey permanecían herméticamente cerrados y, aunque no fuera así, sólo podía pasar una cabeza con dificultad. La puerta de acero del camarote cerrada con llave.

-- ¿Tenías el duplicado en el camarote o la llave maestra?

-- Mauricio, el duplicado y la llave maestra están en el armario del pañol y la llave del armario la tiene el pañolero. No la he tocado.

-- La cama está sin deshacer y dices que habéis...

-- Sí, Mauricio, coño, dos horas, se quedó durmiendo. Estaba agotada.

-- Fredo, ¿Seguro que no lo has soñado? – preguntó, agachándose para mirar bajo la litera y volvió a preguntar al levantarse con dos sandalias de piel blanca en la mano -- ¿Esto que es?

-- Sus sandalias. No la he soñado.

-- ¡¡Increíble!! – exclamó asombrado -- Desde luego son de mujer y pequeñas para tus pies, pero... ¿dónde coño está?

-- No lo entiendo, Mauricio, no lo entiendo, joder. Cerré la puerta con llave al marcharme y con llave estaba ahora al abrir, ya lo has visto.

Meditó durante unos segundos mirando la puerta de acero.

-- ¡¡Increíble!! – volvió a exclamar – Vamos el pañol. Hablaremos con el pañolero.

Santiago Yáñez, el pañolero, con el anillo de llaves colgándole del cinturón escogió la del armario y lo abrió. Debajo del letrero "Primer Oficial" colgaba el duplicado de mi camarote. Debajo del de "Llaves Maestras" las tres llaves de todos los camarotes del pasaje de las tres cubiertas. Yánez no se había movido de su puesto desde las cuatro de la mañana, lo relevarían a las doce. Nadie había abierto el armario hasta este momento. El capitán le ordenó que cerrara el armario y que llamara al Jefe de Seguridad por teléfono para que se presentara en su camarote de inmediato. Óscar Pradera, el Jefe de Seguridad, estaba esperándonos en la puerta cuando llegamos.

Recibió órdenes de registrar el buque de la cofa a la quilla con todo el personal a su disposición en busca de una polizón de melena larga y rubia. Se había colado en el buque durante la escala en Aruba. El primer oficial la había visto, pero se le escabulló en las cubiertas antes de poder detenerla. Tenían que encontrarla antes de llegar a Nueva Orleáns. Disponían de seis horas, pero pasaron las seis horas sin encontrar a nadie pese a que se había movilizado no sólo al personal de seguridad sino a todos los subalternos y oficiales libres de servicio.

Atracamos a la hora prevista. La ciudad, de origen francés, fundada en 1.718, cuenta con más de un millón de habitantes y es un nudo importante de comunicaciones. Fue española desde 1.763 hasta 1.803. Es una ciudad bulliciosa y alegre visitada por millones de turistas de todas las nacionalidades. La ciudad es famosa además por su carnaval, folklórico y colorista. A la hora de las despedidas, mientras vigilábamos la pasarela de salida, el duque de Saint Michelle, que había compartido nuestra mesa casi todos los días, nos recordó su invitación a la fiesta de despedida que organizaba aquella misma noche en su mansión Vieux Carré del barrio francés. De nuevo aseguramos que asistiríamos todos los oficiales libres de servicio; nos estrechó la mano a todos con una elegante inclinación de cabeza, cubrió sus cabellos ondulados con el blanco panamá y bajó a tierra.

No encontramos a la polizón. No salió por la pasarela ni apareció tampoco en un segundo registro que efectuamos con el buque ya vacío de pasajeros. Nada, como si se hubiera evaporado. De ella sólo me quedaban como recuerdo sus blancas sandalias de tafilete. Pero yo sí recordaba sus senos turgentes, macizos, de areolas y pezones sonrosados; recordaba la suave curvatura de su vientre, su pubis de pequeños rizos rubios, sus muslos nacarados, marfileños y esculturales y el sabor de su pequeño y delicioso sexo que mi boca acarició ávida antes de penetrarla lentamente, mientras ella zureaba de placer gimiendo estremecida entre mis brazos. Todo mi amor por ella se desataba ahora que la había perdido como un volcán en erupción, abrasando mi mente como un candente hierro al rojo vivo.

Tuve que sobreponerme con un esfuerzo de voluntad a mi estado de ánimo para asistir aquella noche a la fiesta que René de Le Pont Lebrique celebraba como despedida de su viaje vacacional por el Caribe en su casa de Vieux Carré. Tampoco esperaba yo encontrarme con tantos invitados, conocidos algunos por haber formado parte del pasaje y otros desconocidos, amigos orleaneses del duque de Saint Michelle. La mansión, iluminada su fachada de elegante y sobrio estilo colonial por la luz de potentes focos instalados en la tierra de los amplios jardines, me dejó impresionado por sus dimensiones. Los camareros circulaban entre los invitados con las bandejas repletas de canapés de caviar ruso, salmón noruego, paté y champán francés servido como aperitivo antes de la cena. Una gran orquesta, ubicada en un lateral del pórtico interpretaba valses de Strauss enlazándolos uno tras otro.

Flanqueando al duque, Mauricio, Leandro Bastierra, el jefe de máquinas y yo, pasamos bajo los pórticos para entrar en la mansión. Un gran vestíbulo iluminado con una lámpara gigantesca, destellando e irisando la luz con todos los colores del Arco Iris sus lágrimas de cristal de roca, daba acceso al comedor cuya mesa, dispuesta con todo lujo de detalles para veinticinco personas, estaba presidida al fondo por el gran cuadro de una mujer de tamaño casi natural.

Me llamó la atención inmediatamente quizá por el traje blanco y, desentendiéndome de mis acompañantes, me acerqué decidido hasta el cuadro que atraía mi curiosidad. Cuando lo miré se me erizaron los cabellos, me quedé sin saliva y el gran comedor giró alocadamente a mi alrededor. Tuve que sostenerme en el respaldo de una silla para no caer redondo el suelo.

Los ojos violeta con ribetes dorados me miraban intensamente desde la altura y tuve la sensación de que deseaban decirme algo. Era ella, la polizón de mi buque, la que amé durante dos horas y que amaba ahora con desesperación, con una pasión dolorosa que se clavaba en mi pecho como una daga, una pasión hasta entonces desconocida para mí. Espantado, leí el rótulo al pie del cuadro:

Laura Quiroga de Le Pont Lebrique, duquesa de Saint Michelle.

-- Era mi esposa – oí detrás de mi la voz de René – murió ahogada hace diez años, al zozobrar el buque por culpa de un huracán que...

-- Imposible – grité horrorizado

-- ¿Qué te pasa, Fredo? – me preguntó Mauricio.

-- ¡¡Nada, nada, no me pasa nada!!. Disculpadme, no me encuentro bien, tengo que irme.

Y salí corriendo despavorido de aquella casa, como alma que se lleva el diablo.
 

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