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En Plena Sumision - 1ª Parte

 Sabía que me resultaría imposible. Lo sabía pero, a mi pesar, luchaba con todas mis fuerzas para impedirlo. Las arrugas de las sábanas empezaban a marcarse en mi mejilla enrojecida por la presión que ejercía mientras todo mi cuerpo temblaba incontenible. Los brazos, unidos por las muñecas, estaban a punto de encalambrase, apoyados sobre mi espalda sudorosa, tensa. Toda yo permanecía suspendida en un estado de ansiedad irrefrenable. Intentaba por todos los medios evitarlo, alejarme, rehusar las sensaciones, aunque para ello tuviera que frotar con fuerza mis pezones pinzados contra el colchón para así extraer una brizna de dolor del que prenderme, inútilmente.
Llevaba más de una hora arrodillada sobre el lecho; los ojos cubiertos por un antifaz opaco, las manos sujetas, las bragas bajadas hasta las rodillas, los tobillos separados por una barra con grilletes en sus extremos. Debía de llegar casi una hora, o puede que más, de lento, continuo y martilleante suplicio.

Me notaba observada; mi Amo estaba ahí. En todo momento podía presentir su presencia. Él me había colocado en esa postura. Él me había desnudado, sujetado, pinzado y cegado. Él me había excitado haciendo aflorar mi clítoris con dedos expertos y, finalmente, trabado éste a un pequeño vibrador con un cierre a presión; un artilugio diabólico, seguramente ideado por un descendiente directo del Marqués de Sade.
Aunque al principio la máquina ejercía sobre esa parte tan tierna de mi cuerpo una presa muy dolorosa, sus efectos leves y suaves como un rumor se habían ido acumulando de forma sutil, progresiva, y al dolor se había agregado el placer. Y el temor.

El Amo había sido muy claro: tenía prohibido alcanzar el orgasmo. Esa era la orden; pero con cada instante de padecimiento, con cada diminuta onda de placer que me producía la máquina, me alejaba más de poder cumplirla. Mi cuerpo estaba empezando a tiritar de pura mezcla entre ansiedad y excitación; de forma febril, enfermiza, me convulsionaba en lentos estremecimientos, luchando contra la embriaguez, mientras el tiempo, dividido en las fracciones más diminutas imaginables, apenas se sucedía, conduciéndome a un delirio insoportable, a un sinsentido animal, brutal, en el que prácticamente había perdido toda conciencia más allá de las sensaciones que el aparato transmitía a mi centro de placer, haciéndome convulsionar y estremecerme, farfullar, respirar de forma agitada y sofocante, intentando negar el impulso que empezaba a florecer en mi bajo vientre.

Al final éste venció, conduciéndome a un paroxismo abrumador. Mi torso se agitó incontrolado, mi cabeza rebotaba una y otra vez contra las sábanas, mis caderas se sacudían liberando la fuerza contenida, mis labios boqueaban en busca de una brizna de aire. La electricidad del orgasmo arremetía en oleadas contra mi cuerpo ofrecido, desatando una furia indómita, enervando las sensaciones, traspasando límites, sin control ni pausa. Cuando empezó a extinguirse, con leves réplicas que me producían espasmos en las caderas, me sentí terriblemente relajada, agotada. Me sentí derrotada, indigna.

Noté la mano cálida, áspera y dulce de mi Amo apoyada en mi espalda sudada, mientras me liberaba el clítoris en silencio, en total silencio. Eso era lo peor: el silencio. Había defraudado a mi Amo. Había sido incapaz de obedecerle en algo tan sencillo, tan básico para mi disciplina. Probablemente, él sabía que yo no podría soportar el cóctel de dolor y placer que me había ofrecido; pero, aún así, no esperaba otra cosa que el castigo, lo merecía, lo deseaba, mi desobediencia no debía recibir otra respuesta. Pero sólo había silencio, y su mano, que tanto me reconfortaba, ya no estaba posada sobre mi piel. Durante lo que debieron ser varios minutos, mientras mi corazón desbocado se calmaba y mi respiración se acompasaba, permanecí aislada, sin contacto, sin oírlo, sin presentirlo, casi relajada, prácticamente adormecida por el gozo reciente que había devorado toda mi energía.

El primer azote me llegó de forma sorpresiva. Un segundo antes había captado el zumbido de la fusta en el aire y después sentí la elástica punzada de dolor sobre mis nalgas. Inmediatamente mordí la ropa de la cama con todas mis fuerzas para evitar el grito; al menos eso sí sabía hacerlo, y no quería volver a defraudar al Amo. El segundo azote fue más furioso que el primero, como si el Amo deseara oír mis súplicas, sucedido por una ráfaga incontable que encendió la carne e hizo brotar lágrimas de mis párpados apretados. Él conocía mis límites y yo confiaba en él; sin embargo, jamás había sentido tanto dolor como en ese momento. Por el momento.

Mi boca estaba obturada por una amalgama de ropa y saliva. Mis mejillas estaban totalmente humedecidas. El siguiente azote fue totalmente intencionado, cayó sobre mi vulva, que todavía la notaba voluptuosa de excitación y debía de mostrarse enrojecida y caliente, húmeda; no tan fuerte, no tan duro, pero, aún así, doloroso, tremendamente doloroso sobre una zona tan sensible. Esta vez no pude contener el grito. Eso debió disgustarle mucho, con toda seguridad.

Advertí como sus manos hurgaban bajo mis pechos, rozando de tanto en tanto mi piel enardecida, hubo algunos tirones en los pezones cuando cogió la correa de fino cuero que mantenía unidas las pinzas. Me la acercó a los labios y la introdujo entre éstos, tensando de esa forma la presión sobre los pezones, la tensión de mis pechos que notaba calientes, plenos, totalmente expuestos. La intención era clara, quería que la sujetara y así lo hice, con la poca voluntad que me restaba. Ello sólo podía significar que el castigo no había acabado y, por tanto, me preparé para ello.
No hubo más azotes. Pasaron los minutos. Las sensaciones se agolpaban: mis pezones, la piel de mis nalgas, mi sexo dilatado, enervado, mi clítoris maltratado.

De repente otro ramalazo. Había prendido una pinza de mi labio mayor vaginal izquierdo, no apretaba mucho pero la sensación se sumó al resto. Sin embargo, el dolor aumentó de forma exponencial cuando dejó caer el peso que colgaba de la pinza. Mordí con más fuerza la correa y apreté los párpados mientras sentía como me era colocada otra pinza en el otro labio mayor. Esperé el tirón del peso, lo esperé varios segundos, sin que se produjera y, justo en el instante en que bajé la guardia, lo dejó caer sin más.

Luego el colchón empezó a balancearse, como si el Amo se moviera sobre el mismo. Las pesas que pendían de los labios se mecían al ritmo del colchón aumentando mi suplicio. Aunque no lo veía, podía apreciar que se había colocado ante mi cabeza. Una mano cogió mi barbilla y la levantó con delicadeza, aumentando aún más si cabe la presión sobre mis pezones. Luego la otra mano me quitó la correa de la boca y con un par de dedos separó primero los labios y luego los dientes.

Lo deseaba, lo anhelaba. Quería demostrarle cuánto. Así que abrí todo lo que pude las mandíbulas cuando el miembro semierecto se adentraba rozando mis labios. De inmediato hice retroceder los dientes para que sólo mis labios, mi lengua y mi garganta rozaran la calidez de su carne. Inicié un movimiento pendular de flujo y reflujo mientras la saliva cubría la piel del apéndice. Era constante, actuaba sin pausa, aprovechando los momentos en que mi garganta quedaba liberada para tomar aire y así poder volver a serpentear con mi lengua sobre la cálida textura del prepucio. El Amo me acariciaba el cabello con dulzura, sin presionar, aceptando el obsequio de obediencia que como su sumisa esclava le ofrecía. Sus músculos se tensaban poco a poco, el vaivén crecía en intensidad, mientras podía imaginar cómo la piel del escroto se encogía y los testículos ascendían presagiando el eminente alivio. La presión sobre mi cabeza aumentó de forma rítmica, al igual que el roce en lo más profundo de mi garganta. Notaba sus manos encrespadas que pasaron a atenazarme con fuerza convirtiendo mi boca en una improvisada vagina, persiguiendo con brutal constancia el alivio, forzando mi respiración casi hasta el desmayo.

Cuando el semen brotó abundante me inundó el paladar con tanta presión que incluso ascendió hasta mis fosas nasales; resople con fuerza y lo paladeé con fruición, sintiendo como atravesaba cálido mi garganta, resbalando hacia el interior de mi cuerpo. No sólo me había acostumbrado a alimentarme del néctar sino que lo apreciaba y engullía como el mejor de los manjares, dando con mi lengua experta las últimas gotas de placer a la hipersensible punta del pene que reaccionaba con ligeros espasmos mientras se retiraba, ya aliviado. La palma de su mano me acarició la mejilla y me estremecí, al tiempo que me ruborizaba. Había sido perdonada. Al menos por esta vez.
O eso fue lo que creí en ese momento, porque, nada más el Amo abandonó el colchón, noté el pulido roce de una paleta sobre la piel de mi espalda, recorriendo de forma lenta cada centímetro en su aproximación a los glúteos; acariciando éstos con suavidad, deslizándose del uno a otro y de éstos hacia los muslos. Después hubo un instante de vacío durante el que temí lo peor hasta que la palma de la mano del Amo se posó en mis labios. La besé con efusión, mostrándole cuánto le deseaba, cuán sumisa quería mostrarme ante él; después empecé a lamerla con suavidad, pasando parte de mi lengüecita sobre la piel curtida. De repente la mano empezó a apretar mis labios, cada vez con mayor fuerza, como una mordaza brutal, y, un instante después, noté el primer golpe de la pala sobre mi trasero. No era mejor ni peor que la fusta, simplemente distinto; menos concentrado, pero más punzante. Tanto, que mis piernas brincaron sobre el colchón y, en ese momento, las pesas que colgaban de mis labios vaginales me recordaron su dolorosa presencia. Quise gritar. Quise gritar como nunca, pero la mano, su mano, me lo impidió y, con lágrimas en los ojos absorbidas por la tela del antifaz, le agradecí que no me lo hubiera permitido. Deseaba que supiera de mi agradecimiento, pero lo único que pude hacer fue recibir el siguiente azote de la pala al tiempo que otro grito nacía de mi garganta para ir a morir en la presa su mano.

Los azotes eran lentos. Entre uno y otro dejaba tanto tiempo como para que cesaran mis temblores y con ellos se agotaran los vaivenes de los péndulos prendidos en mi carne. Notaba la piel de mis nalgas terriblemente caliente. Quemaban, abrasaban. De tanto en tanto, deslizaba la pala sobre la piel, y, si bien al principio, ello calmaba la sensación que habían dejado los palazos, al poco no hacía más que agudizar ésta. Los palazos se sucedieron interminables, uno tras otro caían, durante lo que para mí parecían horas, aunque en fondo sabía que no era así. Tras el último, dejó la pala y rozó la piel con sus manos, arañándola con las uñas, sin apretar, tan sólo rozando; aún así, creí que me había desgarrado, que debía de estar en carne viva, pues la sensación fue terrible, de una intensidad tal que me hizo apoyar todo el peso de mi cuerpo sobre la mano que me mantenía amordazada, mientras respiraba con ansia. Él debió notarlo, porque acompañó mi cabeza hasta dejarla apoyada sobre el colchón, y después se alejó.

En aquel momento mis nalgas eran el centro de mi universo. Calientes, hinchadas, rezumando dolor sin fin. Empecé a gemir como un animal herido aun sabiendo que lo tenía prohibido, mis lágrimas se volvieron copiosas empapando la ya humedecida tela del antifaz; pero no me importaba, quería insultar a mi Amo, quería que supiera lo demasiado lejos había llegado, quería irme, abandonarlo. Huir.
De repente noté su mano en mi nuca, acariciándola, deslizándose suave hacia los omoplatos para volver a la nuca y coger ésta, sin presionar, tan sólo como un signo de posesión. Le odié. Odiaba su tacto, La misma sensación del contacto de su piel sobre mi piel sudorosa. Le odié con fuerza, con terquedad pertinaz, mientras intentaba deshacerme de las ataduras de mis muñecas, al tiempo que algo en mi interior me susurraba cuán lejos estaba aún de la perfección, del ofrecimiento total. Me odie y le odié hasta que su otra mano se posó sobre mi sexo y acarició mi vulva, con dulzura, deslizando sus dedos, embadurnándose con mis fluidos, acentuando la presión aquí y allí, mientras sus labios emitían un “Shhh” pausado, mientras la mano que tenía sobre mi nuca acariciaba mi cuello ofrecido.

Mis nalgas pasaron a un segundo plano, al tiempo que las sensaciones de mi sexo inundaban mi consciencia. Después, su mano abandonó éste y mis caderas se desplazaron cuanto pudieron intentando mantener el contacto, pero fue inútil. Cuando su mano regresó, apoyó algo sobre el esfínter de mi ano, una bola. Apretó de forma continua mientras el músculo, que yo intentaba relajar, tal y como había sido enseñada, cedía ante el intruso con cierta facilidad debido al lubricante que lo recubría y a su no excesivo diámetro. Me sentí complacida conmigo misma, hasta que la sensación se apoderó de las paredes de mi ano, mientras otra bola presionaba mi, esta vez, contraído esfínter. Era puro fuego mezclado con un picor insoportable. Ya lo había sufrido en otra ocasión, pero ahora el aceite picante con que había recubierto las bolas chinas me había cogido por sorpresa y la angustia pugnaba en mi pecho. La presión de la bola siguiente fue en aumento hasta que la resistencia se hizo inútil y penetró intensificando el picor al tiempo que una tercera bola hacía acto de presencia a la entrada del ano y presionaba para penetrar éste.
Cuando la tercera bola hubo penetrado mi ya dilatado esfínter creí desfallecer. La presión de su mano sobre mi nuca era constante, contrarrestando las sacudidas de mi cuerpo en un intento inútil de liberarme. Empecé a presionar para expulsar las bolas y conseguí deshacerme de la última que quedó colgando del cordel que las mantenía unidas. Un “¡No!” rotundo de mi Amo junto con un par de azotes de castigo sobre mis nalgas me convencieron de no volver a intentarlo cuando introdujo de nuevo la bola en mi interior.

Cuando su mano regresó a mi sexo, estaba totalmente enloquecida. Todo mi cuerpo era un campo de batalla entre el dolor y el placer: mis pechos, los labios de mi sexo, mi ano, mis nalgas. Los dedos de su mano habían reiniciado la fricción sobre los labios menores, rozando los mayores que permanecían pinzados, y dos de ellos empezaban a deslizarse por la entrada de mi vagina, dejando en la misma una sensación de picor muy leve, seguramente debido a que había tocado las bolas aceitadas con los dedos. El placer aumentó cuando su pulgar empezó un roce continuo sobre mi clítoris cuya erección debía de ser patente, pues yo lo notaba totalmente extendido. Tenía que hacer grandes esfuerzos para no expulsar las bolas cuya pulsión ardiente parecía haberse relajado algo, aunque seguían siendo una molestia evidente sólo compensada por las sensaciones que empezaban a nacer en el interior de mi vagina y alrededor del clítoris.

Volvía a estar excitada y ofrecida. Totalmente sumisa al placer y el malestar que me causaba mi Amo. Su tarea continua tenía sus efectos sobre mi cuerpo que armonizaba los giros de cadera con la rotación sobre mi nódulo de placer y el roce en las paredes de mi vagina. Era lento, era duro, era constante, era inmensamente insoportable. Ya no pensaba, ya no quería, ya no esperaba. Sólo sentía, sólo deseaba, sólo sufría. Mi respiración se agitaba, mi corazón bombeaba, mi cuerpo se ondulaba entre mi sexo y mi nuca, mis músculos se tensaban, mi piel se enardecía. El ritmo crecía, y crecía, y crecía, y la presión lo seguía, y la tensión se endurecía. Hasta que sucumbí. Me convulsioné como jamás lo había hecho. Grité sin medida. El aire se escapó de mis pulmones totalmente agotados. Él mantuvo cierto roce sobre mi clítoris produciéndome una sucesión interminable de espasmos que agitaban todo mi cuerpo; mientras los últimos se deslizaban a través mío como espectros, desprendió las pinzas de mis labios vaginales y extrajo las bolas chinas; ello no tuvo otro efecto que relanzar mi orgasmo en un leve arrebato, como un eco que se disuelve en el tiempo, hasta que finalmente quedé totalmente derrotada, con una sensación en la piel que la enervaba ante el más mínimo soplo de aire. Nunca antes había tenido tanta noción de mi cuerpo y, en especial, de mis partes íntimas como en aquel momento.

Al cabo de un rato las manos de mi Amo se posaron sobre mis nalgas e iniciaron un lento masaje. El frescor fue inmediato mientras la pomada penetraba la carne. Lo agradecí con un ronroneo acompasado con la friega sobre mi piel maltrecha. En aquel momento era incapaz de concebir otra sensación superior a la de sentir esos cálidos y fuertes dedos que tanto goce y, por encima de todo, tanto padecimiento podían infligirme.

Hola, espero que hayas disfrutado con mi historia. Si quieres hacerme llegar tus impresiones no dudes en enviármelas.

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