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Un Dulce Castigo

 Ya estabamos casi en los exámenes finales y el verano estaba a la vuelta de la esquina. Eran increíbles los nervios que teníamos todos; solo se veían apuntes por doquier y el olor a café recién hecho lo impregnaba todo... ¡¡¡ la selectividad iba a acabar con nuestras vidas!!!.

Uno de los profesores a los que más temíamos era a Don Román. Era el profesor de matemáticas. Era un hombre que mostraba un aspecto bastante interesante, siempre llevaba el pelo un poco largo y muy bien peinado, y tenía unos ojos negros de escándalo, unos ojos capaces de seducir a cualquiera que los mirase... tenía un pecho ancho, unas piernas largas y muy bien formadas...sin embargo era un hombre bastante serio. Yo jamás le había visto bromear con respecto a nada. Era más seco que la mojama. Creo que aquel año había cumplido 53 años.

Un día en clase tuvimos una disputa bastante fuerte. Me mandó que saliera a solucionar un problema de ecuaciones de segundo grado en la pizarra, cosa que yo odiaba ya que no soportaba los estúpidos comentarios de los chicos de mi clase, ya que, como tenía un cuerpo muy exuberante a mis 17 años, y encima tenía que vestir el eterno uniforme de colegiala, con la faldita corta de tablas y un fino polo blanco que apenas alcanzaba a disimular minimamente mis enormes pezones, haciendo que siempre se destacaran muchísimo, pues me sentía un poco como un mono de feria cada vez que me sacaban a la pizarra. Pero aquel día no sé por qué tenía menos ganas que cualquier otro y la verdad es que me sentía muy violenta.

Y harta ya de los silbidos, las pícaras sonrisas y los ojos lascivos, no aguanté más y me puse a gritar en clase como una loca, “¡¡Joder, siempre tengo que salir yo!!”... tomándola, en vez de con mis compañeros, con mi profesor. El caso es que Román se puso más serio de lo que normalmente era y me invitó cortésmente a abandonar la clase... y que le esperara al salir de clases aquel día, porque tenía que hablar largo y tendido sobre mi actitud.

Así pasó el día sin más contratiempos, hasta que sonó el timbre y todos mis compañeros salieron del instituto en estampida, mientras que yo me tomaba todo el tiempo del mundo en recoger mis cosas, porque sabía que no podría escapar de mi profesor. Hubiera sido peor el castigo...y por fin llegó Román, con el rostro sonrojado y aparentemente muy enfurecido. Acabé de recoger y, cabizbaja, le seguí hasta el despacho del jefe de estudios. Nos acomodamos en la mesa y me dijo que antes de nada le ayudara a ordenar una serie de exámenes. Me sorprendió la propuesta, pero obedecí, desde luego. Con un poco de suerte, podría ver qué notas tenía la gente... siempre he sido muy curiosa.

Cuando había pasado media hora larga de silencio, apartó los exámenes a un lado y se sentó encima de la mesa. Suspirando resignado me miró y me dijo:

“¿Por qué eres así conmigo, porque eres tan injusta ?¿no entiendes que vas a conseguir que me quiten el puesto de trabajo que tanto me ha costado?”

La verdad es que sus palabras me conmocionaron bastante y provocaron en mi un profundo arrepentimiento. Respiré hondo, levante la mirada hacia él y le dije que lo sentía mucho y que no volvería a pasar, y que si había alguna manera arreglarlo, que haría todo lo que estuviese en mi mano...Me preguntó que por qué me había exasperado tanto antes, en clase, y le dije la verdad. Le dije que no podía soportar los cambios hormonales de mis compañeros de clase cada vez que me tenían a tiro, especialmente cuando salía a la pizarra... y que tampoco soportaba el estúpido uniforme que nos obligaban a poner en el instituto...

“Pues no sabes lo bien que te queda...”

Le miré con los ojos muy abiertos, sorprendida por su respuesta, pero él no dijo nada.
Fue entonces cuando me invitó a sentarme en la mesa del director, junto a él. Obedecí. Sin embargo le notaba muy nervioso. Inconscientemente – lo juro – le miré el paquete de la entrepierna y casi me quedé sin respiración al ver el gran bulto que allí albergaba. Y me excité. Y cuando yo me excito no hay quien me pare. Y lo cierto es que don Román no estaba nada, pero que nada mal...

Y creo que él vio el brillo de la calentura en mis ojos porque pronto se puso muy nervioso. Decidí dar el primer paso.

Me puse de pie con toda naturalidad, levanté mi falda y bajé un poco mis braguitas, dejando entrever los labios que cubrían mi tesoro. Estaban húmedos y turgentes. Se ruborizó, pero no dejó de mirarme con ojos incrédulos.

“Toca, mira qué caliente me he puesto”.

El pobre hombre no sabía qué hacer. Me miró extrañado, y al ver mi naturalidad, acercó tímidamente una de sus manos a mi sexo, pasando un dedo entre sus labios. Luego lo olió disimuladamente, y noté cómo el bulto de su pantalón había aumentado más aún. Mi profesor volvió a deslizar su dedo por mi rajita, sacándolo empapado de un líquido espeso y blanco.

“Déjame olerlo, Román, quiero olerme...”- le pedí-.

Acerqué la cara a su dedo, lo olí y lo chupé. Estaba delicioso. Le invité a probarlo. Su dedo volvió a acariciar mi sexo, y lo saboreó cerrando los ojos... como si aquello fuera el mismísimo elixir de los dioses.
“Profesor, ¿quiere olerlo y probarlo directamente? Si lo lame de mi sexo de seguro que le sabrá mejor ... podrá saborearlo mejor...¿no le apetece...?”.

No pronunció palabra, pero hacía todo lo que yo le iba diciendo. Subió mi falda, apartó mis braguitas blancas de algodón a un lado, y pasó su lengua por la rajita una y otra vez, dándome unos largos lametones que me llevaron de ida y vuelta al cielo...mi profesor de matemáticas, mi serio y huraño profesor me estaba lamiendo enterita...!!!!

“Mis padres me matarían si supieran esto...”

“ Eres una zorrita, una putita...sé buena, porque si no...”

Fue entonces, diciendo esto, cuando tomó la iniciativa. Me tomó por la cintura y me sentó sobre la mesa. Subió mi falda, y me quitó las braguitas, dejando al aire todo mi sexo. Separó delicadamente mis piernas y acercó su cara al hueco que quedaba entre ellas. Me eché hacia atrás, y sentí cómo su lengua acariciaba muy suavemente mi entrepierna, separando con cuidado sus labios, hinchados, rojos de placer, y exhalando aquel aroma a hembra que tan irresistible le estaba resultando a don Román...
Lamió la pequeña abertura, primero muy lentamente, para luego hacerlo mucho más rápido, succionando con sus labios el líquido que emanaba de ella, como un enorme animal sediento. Después lamió el pequeño bultito que encontró hinchándose en la parte superior de mi rajita Lo succionó, como si fuera un biberón, chupetones cortos e intensos que hacían que mis caderas se movieran como si estuviera posesa. Como si me estuviera mamando, qué placer… Veía sus ojos mirándome, mientras me lo hacía, y yo sonreía, me volvía loca de placer, me retorcía de gusto.

Entonces le separé de mi, me puse de pié y le bajé la cremallera de sus pantalones, viendo complacida cómo su polla luchaba por salir del confinamiento de sus calzoncillos. Se los bajé y su pene salió disparado, erguido, duro como una piedra... Era de un tamaño considerable, mediría como unos 20 centímetros, con un glande enorme y de un grosor como los vasos de un cubata. Él se bajo los pantalones a la altura de los muslos, cosa que aproveché para pasarle la punta de mi lengua por su glande... y luego empecé a lamerle sus huevos mientras que con la mano derecha agarraba su miembro y empezaba un lento movimiento ascendente y descendente.

Con mi lengua hice círculos concéntricos en cada uno de sus huevos, para luego subir por la base de su polla siguiendo el contorno de cada una de las venas que sobresalían, hasta llegar al glande, donde una gota brillante de semen se le escapaba, la cual no tardé en recoger con la lengua, la lamí, y me pareció resultándo exquisita. Mis labios volvieron a recorrer toda la longitud de su polla, y llegó el momento de metérmela en la boca. La chupe como si fuera un helado....

Él no decía ni una palabra, tan sólo respiraba fuerte, mi adorado Román, qué bien se lo estaba pasando, gimiendo como un cachorrito...me sentí poderosa.... Siempre se me habían dado bien las felaciones, pero en esta puse especial esmero. Cuando me la volví a meter en la boca quería que sintiera como mis labios bajaban por toda su virilidad hasta llegar a los testículos, enterrándola profundamente en mi garganta y no dejando de mover la lengua. Estuve mamándola durante lo que me pareció una eternidad. Ya empezaba a dolerme la boca, pero aun así no paré ni un instante. Sus gemidos me animaban a seguir. Su pene empezó a contraerse con el preludio de lo que yo sabía que vendría después. Volví a hundirla en mi boca y mi cavidad empezó a llenarse con su semen, fuero tres o cuatro disparos rápidos que soltaron una cantidad considerable, así que tuve que ir tragando deprisa porque no quería desperdiciar ni una solo gota de su agridulce néctar. Cuando me saqué su polla de la boca, volví a lamérsela de nuevo toda entera para no dejar que ni rastro de semen, pero había tanto, que me chorreaba por los labios y la barbilla. Él se acercó y lo bebió de mi boca, mientras me acariciaba suavemente los senos.

Mientras, yo iba desabrochándome el polo, quitándome apresurada el sujetador y la falda (las bragas a saber dónde estarían ya...). Después me tumbó encima de la mesa, no sin antes despejarla de libros y papelorios de un solo manotazo y cogiendo con una mano su enorme polla y empezó a restregármela por el coño. Bajaba desde el clítoris hasta la concavidad de mi vagina, metiéndome tan solo el glande, volvía a repetir la operación, volviéndome loca con cada uno de sus movimientos, empecé a gemir como una perra en celo.

Entonces él me la clavó hasta el fondo, me la metió toda entera hasta que sus huevos golpearon mis nalgas. Sentí como mis paredes vaginales se contraían, y entonces estallé... Él paró un momento dejando que me recuperase, pero inmediatamente después siguió bombeando mi coño. Agarró fuertemente mis caderas y empezó un violento mete-saca, follándome entera.... Las penetraciones eran muy profundas pues no sólo empujaba brutalmente con su polla, sino que además llevaba mis caderas hacia él. Entonces se corrió de nuevo, esta vez dentro de mi, haciéndome sentir su cálido chorro de semen, todo para mi...

Fue entonces cuando sonó la campana: las 3:00 de la tarde...era hora de irse a casa, mi madre me estaría esperando para comer...

Mientras me vestía apurada por la hora, me cogió de la cintura y me susurró al oído...

“Jovencita, está usted absuelta de toda culpa...”



ALIENA DEL VALLE.- FOTOS

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