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La Fiesta de Disfraces

Una Preciosa tarde de verano. Yo estaba a gusto, tranquilo, sentado en una terracita, bajo una sombrilla, esperando al camarero para tomar otro refresco.
Me encantaba el pintoresco acento de aquellas amables gentes, la alegría del ambiente.
Un taxi paró frente a la cafetería. Por fin. Ella, mi mujer, se apeó del taxi, pagó al taxista y lo sonrió, provocando ciertos inevitables celos en mi persona.
Me saludó desde allí, me sonrió, una sonrisa encantadora, y caminó hacia mí, despacio, recreándose en el movimiento de sus caderas, el fino taconeo de sus increíbles piernas, a sabiendas del deseo que ella sabía que provocaba en mí.
Me levanté, la ayudé a sentarse, colocándole la silla, y me senté a su lado. Ella cruzó las piernas, tirando de la larga y ligera, casi translúcida falda, se quitó las gafas de sol, y mirándome con sus ojazos azules, me dijo al oído lo que yo anhelaba tanto.
Te quiero, bichito. ¿Sabes una cosita? No llevo braguitas.
Mmmmm… No sabes lo que dices, mi amor. Podría devorarte aquí mismo.
Ella sonrió de nuevo, volviéndome más loco si cabe, mirando cómo mi pantalón se hinchaba por momentos.
Saqué algo del bolsillo de la chaqueta, que estaba colgada de la silla, y le dije a mi chica al oído:
Tengo una sorpresa para ti…
¿Siii…?
Je… je… Además esto no te lo esperas, mi amor.
Mientras decía esto, ya le estaba subiendo un poco la falda, tratando de llegar a su entrepierna. Le susurré al oído palabras tiernas, para que no parase mi escalada.
¿Qué haces, chiquitín? ¡¡¡Qué me ve la gente las piernas…!!!
Tranquila, mi vida, déjame hacer.
No me irás a hacer aquí una pajita… loco.
Sé buena, ábrete un poquito, ya verás que bien.
Ella, bajándose la falda, apurada por si la veía alguien, se abrió un poco, permitiendo que la introdujese dos deditos. Se mojó enseguida, pero no se esperaba que yo la introdujese las bolitas chinas que tenía preparadas para la ocasión.
Me miró asombrada, algo incómoda al principio, y quizá algo enfurruñada.
Tranquila, mi amor, te he puesto unas bolitas chinas, algo inofensivo, y deseo que las lleves, para que me desees, que permanezcas en un estado de éxtasis, de lujuria. Aprieta las piernas, querida.
¡¡¡Mmmmm… oufff…!!! Eres cruel… ¡Que placer!
Mientras terminábamos y conversábamos sobre lo que haríamos aquella tarde, noté que quería hacerse pasar por indiferente, pero la delataban sus ondulantes movimientos de cadera, sus manitas acariciando mi brazo, sus ojitos entrecerrados, anhelantes, su boquita expectante… ¡¡¡Estuve a punto de tumbarla allí mismo, penetrarla, satisfacer mi loco deseo…
Al cabo de un rato caminábamos por las estrechas calles del casco antiguo de la ciudad. Ella iba pegada a mí, cada vez más melosa. Yo estaba que reventaba, pero quería hacerla pasar por ello, notarla ávida. Sensual.
Nos sentamos frente a una fuente, en un banco de aquel parque, para contemplar el anochecer. Las parejas de enamorados, los niños, poco a poco se iban retirando.
Ella me besó, en un largo y placentero beso. Me acariciaba el cuello, el pecho, por encima de mi camisa. Noté su fuerte deseo de ser amada. Yo sabía que cualquier cosa que la pidiese, la tendría. Y además, yo la quería, la quería con locura.
Anda, chiquitín… ¿Me quitas las bolitas? No puedo más, necesito que me penetres. Llévame a la cama. Por favor, te deseo.
No, no, no… Hemos de seguir paseando, mi vida.
Entonces vamos a comprar, quiero hacerte un regalo.
Dijo ella, que ya sabía que yo la haría de rabiar, y por su mirada traviesa tenía algo en mente.
Al cabo de un rato, supe que ya estaba muerto. Entramos en una antigua tienda de Lencería íntima.
Ella se dirigió a la dependienta, una amable señora.
Fuimos al probador. Yo permanecí sentado fuera. Ella salió, con un conjunto negro, de braguita, sujetador, liguero, y con sus altos zapatos de tacón de aguja.
¿Qué te parece, mi bichito? ¿Te gusta este?
¡¡¡Uuuufff…!!!
Pues te fastidias. Voy a probarme otro.
¡¡¡Que castigo!!! Ella se volvió, contoneándose, sabiéndose observada, taladrada en cada detalle de su escultural cuerpo. Se acarició los pechitos, pasó sus manitas por las caderas, las piernas… me dejó contemplar su espalda, su culito, sus piernas…
Sabía en todo momento el estado febril en que yo me encontraba. Sonrió, picarona.
¿Me esperas? Voy a probarme otro conjunto.
Salió de nuevo, exultante, hermosa, con un conjunto de sujetador, braguitas… uuuufff, todo de color blanco.
Mi amor, tienes mala cara. No querrás que nos vayamos. Me lo estoy pasando muy bien.
Aquello estaba tomando proporciones muy serias. Se estaba vengando, la muy gamberra. Y además sabía que esa noche sería suyo. Hiciese lo que hiciese…
****************************
Ella jadeaba, casi gritaba. Estaba a punto de llegar a lo más alto. Yo me movía sobre ella, de forma frenética, con todo mi miembro introducido en su bien lubricado sexo.
Gritó de placer y lujuria, mientras me clavaba las afiladas uñas en la espalda, provocando cierto dolor, que no hacía mas que acelerarme mas, causar mi salvajismo, mi desesperación.
Seguí follándola, a pesar de que llevaba unos segundos relajada, distendida, con mirada extasiada.
Estaba yo a punto de vaciarme. Ella lo notó, se puso sobre mí mientras yo caía a su lado, se introdujo todo mi pene en su boquita, chupándome toda la sensible piel, saboreando sus propios jugos que lo embadurnaban. Siguió bombeando con su manita, cada vez mas rápido. Un fuerte chorro de semen le llenó la boquita, pero siguió chupando, fuerte, sorbiendo el glande, anhelando no dejarme ni una sola gota de tan preciado manjar. Yo quedé agotado.
Mi amorcito, viendo que mi polla quedaba algo mas relajada, se tumbó a mi lado, dejándose abrazar y acariciar. Saboreó sin tragar, refocilándose, sintiendo en su paladar el fuerte sabor, la espesura del esperma, la fluidez. Tragaba despacio, poco a poco, notando las flemas que se deslizaban por su garganta, con cierto ardor.
Los dos sudábamos, cansados. Nos unimos en un fuerte abrazo, acariciándonos, dejando que nuestras manos recorriesen nuestros empapados cuerpos.
Con mi dedo le fui extendiendo por la mejilla y los labios un poco de esperma que le había quedado en la comisura, para luego introducírselo en la boca, y me lo chupase como si de mi miembro se tratara.
Te quiero, mi amor.
¡¡¡Mmmmm...!!! Que placer me das, loquita mía.
Mi hembra se movía lasciva, como una gatita en celo, y ví en sus ojos lo que deseaba. Me situé entre sus piernas, y pegué mi cara, mi boca, a su palpitante y mojado sexo. Dejé que mi lengua se deslizase muy suave, rozando los abultados labios, escalando hacia su centro de placer. Tomé su clítoris entre mis dientes, muy suave, provocando gritos de placer en mi mujer, y comencé a castigarlo fuertemente con mi lengua.
Noté sus fuertes espasmos, sus gritos. Sus rodillas atraparon mis mejillas, y por fín llegó a un largo orgasmo, seguido de mas espasmos y pequeñas explosiones pseudo-orgásmicas, pues yo no quería parar. De hecho, no paré de castigarla hasta que la noté bien relajada, distraída, con sus ojitos cerrados, susurrando palabras de amor y deseo. Me lancé sobre ella, ciego de deseo, la abrí más y la penetré, follándola sin poder contenerme, mientras la besaba, toda mi cara impregnada de sus fluidos vaginales, el sudor, el fuerte olor a sexo.
La madrugada nos sorprendió dormidos, abrazados.

*****************
Aquella tarde discutimos, celosa ella, se percató de ciertas miradas que dirigía yo a las largas y preciosas piernas de una amable azafata. La verdad es que yo no tenía intención de enfadarla, pero mi mujer era así, posesiva, pasional. Yo era suyo. Mis miradas debían ser a su esbelto y bello cuerpo. Nada existía cuando ella se plantaba ante mí.
No me habló durante unas horas, hasta que le pregunté si por fín se animaba al Baile de Disfraces que en el gran Salón del lujoso hotel se celebraba, y en el que era obligatorio participar con disfraz y máscara a juego.
Preciosa mía. ¿Has preparado el disfraz de esta noche? ¿De qué irás?
Lo siento, es una sorpresa. No pienses que se me ha olvidado el detalle de esta tarde.
Tampoco hace falta que te pongas así por tan poca cosa. Ya sabes que eres la única.
Vaya, la señora estaba de morros. Sin problemas. Esa noche quizá no habría sexo, pero por lo menos me quedaba el consuelo de admirar su ingenio en el baile, su gracia bailando. Y quien sabe, siempre me quedan recursos para provocarla, desatar su lujuria.
Mi mujer salió de su habitación con un largo y ligero abrigo que le cubría todo el cuerpo, dejando a la vista sólo sus preciosos piececitos, enfundados en unos delicados zapatos negros de tacón de aguja.
Llegamos a la recepción, donde nos entregaron dos bonitas máscaras para cubrirnos. Ella, ya en el salón, entregó el abrigo (La verdad nada apropiado en esta estación, excepto para su improvisado uso de cobertura) y todos los presentes nos quedamos de piedra.
¿Te gusta mi disfraz, chiquitín?
Ante mí estaba ella, una mujer preciosísima, vestida sólo con un sujetador, unas braguitas tanga, un liguero y unas medias de costura clásica, todo ello en color negro, además de unos guantes largos que cubrían sus bracitos, sonriente, desafiante, sabiéndose observada y deseada.
Le hizo gracia ver mi rostro, primero asombrado, admirado, y luego enfadado, hosco.
Me sentó mal el asunto. Caminamos entre la gente, muchos de ellos conocidos, pero cubiertos por sus máscaras. Las mujeres observaban escandalizadas, comentando la desfachatez. Los hombres admiraban, disimulando sus fugaces miradas. Los machos solteros acechaban, suspiraban. Todos sabían quienes éramos, aunque nadie se atrevería a asegurar en otra ocasión que había sido ella la osada mujer disfrazada de "salto de noche"
Desde luego te has propuesto ser el centro de atención y lo has conseguido. Creo que te dejaré sola un rato. Voy a la barra. Espero que te des cuenta de que esto no ha sido una buena idea.
¿Te has enfadado?
Mi mujer, que se había dado cuenta de la magnitud de lo que había hecho, provocando al máximo mis celos, y como no había marcha atrás, pues siguió sola, moviéndose y saludando, conversando con conocidos, amistades... llamando la atención.
Se me ocurrió una manera de vengarme. Le devolvería la pelota, y disfrutaría viendo si era capaz de seguirme el juego.
Me acerqué a la pista de baile, donde algunas parejas danzaban música lenta. Allí estaba ella, bailando con un joven galán, que la apretaba contra él. Tomé nota de que las varoniles manos acariciaban su culito, por encima de las braguitas. Ella me vió y sonrió, apartándose un poco de su pareja.
Subí al podio y tomé el micrófono.
Señoras y señores, por favor. Préstenme atención. Mi mujer y yo, conocidos de todos Uds. Queremos hacer una importante donación de fondos a los familiares y huérfanos de los desaparecidos en el último desastre natural del país vecino. Les rogamos su colaboración, y para hacer mas especial el acto, Ella se ha ofrecido a subastar las prendas que lleva puestas.
Ella dejó de bailar, aterrorizada. Me miró, enfadada, desafiante. Se soltó de los brazos de su pareja, y subió al estrado. Pidió música suave, y me hizo señas, con gesto decidido, de que comenzase la subasta. Me desafiaba.
Para empezar, la Señora se despojará de sus guantes por una cantidad mínima de 100000 pesetas. ¿Quién cubre la suma?
Pasó un rato, y ella se despojó de los guantes, las medias, el liguero... muy despacio, bailando, con cadenciosos movimientos de su atractiva figura.
El sujetador fue una prenda muy reñida. Mi mujercita consiguió una importante suma, y hubo de despojarse de él. Todos estaban encantados de sus firmes y turgentes senos.
Ella pensaba que aquí se acabaría todo, pero yo tenía ganas de rematar la jugada.
Por fin, Señores, llega el momento que todos esperábamos. La última prenda. ¿Quién abre con un millón de pesetas?
Ella me miraba, desafiante, avergonzada pero desafiante, y supe que sería capaz de llegar hasta el final.
Por fín, al cabo de otra reñida lucha, un elegante caballero consiguió tan preciada prenda. Mi mujer, presentando su culito a la babeante multitud allí reunida, comenzó a bajarse las braguitas, muy despacio, se las quitó, sacando uno a uno sus piececitos, y se las arrojó al caballero pujante. Éste las olisqueó, y las guardó en un bolsillo.
Ella estaba desnuda y triunfal, y muy excitada, pero enfadada.
Ya iba a dar por terminado el festejo improvisado, pero ella me sorprendió. Me quitó el micrófono, llamó la atención de la gente, que ya se retiraba, y dijo:
Señoras y señores, y ahora viene lo mejor. ¿Quién desea bailar conmigo el resto de la fiesta, y retirarse a mi habitación, haciéndome el amor toda la noche? Mi marido lo permite, y comienza la puja con veinte millones. Por supuesto, mi marido y yo nos despojamos por fín de las máscaras.
Pasó un rato de enfurecidas y salvajes pujanzas. Mientras los más sedientos caballeros lanzaban sus desesperadas ofertas, ella me pidió con su mirada arrepentida que yo también pujase por ella.
A esas alturas todo el mundo se había despojado de sus máscaras. Todos se asombraron de nuestro comportamiento. Muchos hombres y mujeres permanecían morbosamente excitados ante lo que nadie se esperaba.
Yo monté en cólera. Mis celos no me dejaban ver más allá de una terrible y horrenda visión de ella misma, tirada en el suelo abierta en canal y boqueando sangre por su suplicante garganta. Me retiré de allí. Esperé en la barra.
Mientras, mi mujer pasó el resto de la fiesta bailando con un extraño, un apuesto hombre de negocios. Ella notó las manos de su nuevo dueño, acariciando su culito, su graciosa espalda, rozando sus hombros y cuello con los labios. Subieron a la habitación.
Decidí que me quedaría allí a aguantar el chaparrón, poniendo buena cara y sonrisa a la gente que venía, y me mostraba su admiración por lo osado de mi gran mujercita, y mi excelente talante y permisividad ante el hecho de entregar mi mujer a otro hombre por una buena causa.
No podía más. Iba a estallar. Estaba muerto de celos, en un "ataque de cuernos" como nunca nadie había sufrido.
Ya de día, bajé a la recepción del hotel. Dormí aquella noche sólo, si se le puede llamar a eso dormir. No pegué ojo. Tomé El desayuno, y allí estaba mi mujercita, abrazando a aquel desconocido, besándolo en la boca. Se despidió de él y vino a mi mesa.
Hola, amorcito. ¿Me dejas que desayune contigo?
Su mirada me derritió. La amaba.
Estoy muy excitado, putita mía. Y me has tenido abandonado toda la noche.
Nos fuimos corriendo a la habitación donde un poco antes ella había estado follando con su anterior amante.
Me desnudó en el ascensor, presa de tal excitación, que allí mismo me comió el pene, acariciando y sorbiendo con fruición.
En la habitación había un espeso olor a sexo y sudor. Caimos en la cama, devorándonos, abrazándonos.
La penetré, haciéndola daño. Follamos como locos, furiosamente. Excitados, salvajes, desbocados.
¿Quieres que te cuente como me han follado esta noche, cariñito?
¡¡¡Sssssiiiii... PUTAAAA...!!!
Tranquilos, no la maté, pero os aseguro que, aunque no tenemos problemas económicos, de vez en cuando alquilo a mi puta.
Además, es mi mujercita. He de hacerla feliz.

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