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La Estacion

Hay cosas que se odian con todo el corazón, pero en abstracto: la prisión de Abu Garib, por ejemplo; Guantánamo Bay; el imperialismo yanqui (what ever that means); los Augusto Pinochet Ugarte de este mundo; el fundamentalismo musulmán o cristiano, que no es lo mismo pero es igual. El odio es, entonces, una pasión cotidiana, que norma decisiones y actitudes quizá, pero fría.

Hay cosas, en cambio, que sin llegar a ser odiadas, se aborrecen en concreto: el club de futbol América; el cocinero, cuando me envía unas berenjenas amargas (inmediatamente devueltas); el retén de agentes que cierta noche me consignaron por conducir borracho; la bella adolescente que hace diez años me dijo que sí, pero no me dijo cuando ("si te pregunto que cómo, cuando y donde / tu siempre me respondes / quizá, quizá, quizá"); o los tristes policías "enlatando a la gente en el metro".

Entre estos aborrecimientos concretos quiero evocar uno: el que sentí por la Escuela Secundaria General (aquí va el nombre de uno de los héroes que nos dieron patria) de "una ciudad que, para no entrar en averiguatas, llamaré Vieyra, capital del estado del mismo nombre, Vieyra, Viey" (Ibargüengoitia). La secun, con su absurda normatividad, sus directivos, profesores y prefectos; las sucias paredes grises de sus aulas, el gris rata de sus patios, de carcelario olor gris (el olor, señores, también tiene color); el gris acero de los pantalones y faldas del uniforme; el gris unánime que querría imponer a los embotados cerebros de sus alumnos.

Solía llegar a la Secun a las siete de la madrugada, aún oscuro en los meses de invierno, con una temperatura de uno o dos grados centígrados, y sentarme silenciosamente en el fondo del salón. Mientras el pobresor disertaba, yo escondía detrás de la espalda del compañero de adelante el libro en turno o me acariciaba disimuladamente la verga, que no conocía más piel que la de mis manos, pero estaba ansiosa ya de audacias ilimitadas, viendo las piernas de alguna compañera o las de la maestra de civismo, único aliciente en tan árida asignatura.

La maestra, que frisaría los 35 años, usaba unas faldas diminutas y, sin saberlo (o quizá sabiéndolo, la muy perra), mostraba bajo el escritorio una panorámica de sus muslos y, con alguna frecuencia, de sus pantaletas o parte de ellas.

Sus piernas eran doradas, de muslos amplios y generosos que se adivinaban firmes y suaves. Solía usar breves diminutas pantys de tonos pastel que, a veces, dejaban adivinar una espesa mata de vello púbico con el que soñábamos. Era fea de cara, de dientes prominentes y marcas en la piel, pero así y todo, media secundaria se la sacudía a su salud.

A veces cruzaba la pierna, ofreciendo a nuestros ojos una vasta superficie de piel, hasta el inicio de una nalga que veíamos como Moisés la tierra prometida. Al descruzarla abría el compás y, los más afortunados, los que habíamos obtenido los pupitres rabiosamente disputados (hasta que antes de matarnos unos a otros establecimos un rol de turnos) veíamos la carnosa pared interna de sus muslos generosos, sus adoradas bragas (verdaderos objetos de culto) y el acolchdo bultito que bajo ellas, anhelábamos.

Tiempo después empecé a imaginar que la maestra sabía muy bien que la veíamos y cómo la veíamos, sospeché que sus lecciones de anatomía satisfacían su ego, le permitían consolarse en las frías sábanas con enormes vibradores, le elevaban la moral y eran, incluso, una estrategia pedagógica que nos obligaba a seguir con atención su clase sin alborotar. Luego me dio por fantasear que cada curso escogía secretamente a uno, dos o tres de nosotros para convertirlo en su esclavo incondicional. Durante un tiempo soñé todos los días con ser uno de esos afortunados, hasta que Mónica me obligó a cambiar de sueños.

Además de las piernas de la maestra de civismo, la Secun tenía una gran virtud, que me permitió arrostrarla y obtener el certificado de estudios (sic) correspondiente: estaba, sigue estando (pero eso no importa), a dos o trescientos metros (espacio suficiente para despegar una avioneta cessna cargada de hierba "de la fina", según reza el corrido de los Tigres) de la estación del ferrocarril: La Estación.

Los ferrocarriles mexicanos eran por entonces, a mediados de los ochenta, una red anacrónica y anquilosada que transportaba materiales pesados por rutas insuficientes y de una sola vía, sin servicio de pasajeros, esclerótica y artrítica, agonizante como esos bisabuelos que se niegan a morir.

Cuando el sol disipaba el frío salía al patio a desentumecer los huesos y, en compañía de tres o cuatro buenos amigos ("la aristocracia del barrio, lo mejor de cada casa") escalaba los tres metros de barda de ladrillos del fondo (única nota de color, entre ocre y rojizo, en el gris que nos circundaba) y caminábamos hacia La Estación.

En La Estación éramos libres y yo me convertía en el cerebro del grupo, la eminencia gris del líder de la pandilla, el flaco al que se le ocurrían las más ingeniosas maldades perpetradas por los chicos duros de la banda. En La Estación tenía un prestigio del que carecía por completo en los patios y las aulas de la escuela.

Muchas veces emigrábamos en grupo hacia las ruinas de una vieja hacienda, viajando en el tren que salía hacia el norte, del que nos descolgábamos tres kilómetros adelante. Nos perdíamos en sus pasillos y contábamos historias de espantos; nos retábamos para penetrar en sus lóbregos sótanos y organizábamos cacerías de ratas. Otras, fabricábamos armas mortales con materiales de deshecho. A veces, simplemente brincábamos de vagón en vagón, ante la desesperación de los guardavías.

Pero poco a poco dos amigos y yo no fuimos apartando discretamente, aunque no siempre, del resto de la pandilla. El Gordo y Mónica, que, como yo, eran lectores de novelas de aventuras, empezaron a acompañarme en recorridos cada vez más largos, cada vez más lejos de Vieyra, viajando de moscas en los trenes. Recorridos que no nos llevaban a otra parte que a nuestras soledades compartidas bajo el sol. Juntos descubrimos la mariguana y sus embriagadores efectos y juntos la fumábamos en los techos de los vagones de mercancías.

En un ambiente cargado de tan imperiosas y desatendidas ansias sexuales, el contacto cotidiano con Mónica era, a la vez, un bálsamo y una herida abierta... el bálsamo en la herida quizá. Fue fundamental para mi formación poder a hablar con ella como si fuera un amigo mas, otro de la banda, a pesar de la creciente fuerza de atracción que sobre mi ejercía.

Porque Mónica se convirtió en el ángel al que idolatraba en secreto. Sus ojos negros me dolían como puñetazos arteros y definitivos; su pelo negro, lacio y suelto sobre sus hombros era como un canto de poema. Su grácil figura, delgada pero con todo en su sitio, me llenaban la vista y la imaginación. Sus delgadas piernas carecían de la forma y el volumen de las de la teacher de civismo, pero la suave curva de sus pantorrillas, la firmeza de sus muslos morenos y la perfección de sus tobillos se fijaron en mi mente y mi deseo con tintas indelebles.

No era una doncella ingenua e ignorante: además de las clases de educación sexual y de las escenas de ciertas novelas compartidas, una vez descubrí en su bata de laboratorio, en la parte interior de la tira de los botones, unas viñetas dibujadas con tinta negra, en un estilo que recordaba el realismo socialista, de musculosos torsos de varón e inverosímiles falos penetrando a hembras de anatomía fantástica y pechos como melones. Aquella tarde y muchas más me masturbé imaginándola dibujando esas viñetas, recreando su propia calentura al imaginarlas, deseando las fantasías que detrás de las viñetas habría.

Gracias en buena medida a las novelas que leíamos, a la mente abierta y la curiosidad natural, nos fuimos decantando hacia el tema del cuerpo, sobre todo, las mañanas que forjábamos un chubi, cuando el Gordo llevaba uy guato de mota escondido en bolsitas de plástico bajo el calzón, al ladito de la verga.

A mi, el simple hecho de forjar el churro me la ponía dura. Ya fumado, me relajaba poco a poco y teniendo una percepción distinta (más lenta, mas plana, mas ligera) veía a Mónica con ojos malos. Una vez, entre las carcajadas de la simpleza artificial de la mariguana, el Gordo le pidió que nos enseñara sus pechos. Ella, riéndose, sin hacerse del rogar se abrió la camisa y se quitó el brassiere.

Sus pechos fueron los primeros que vi en mi vida y quizá los que con mayor rigor atesoro. Eran pequeños, piramidales, de un delicioso color canela, de pequeñas aureolas y pezones en botón, erectos ante nuestros ojos por la excitación y el miedo. Mas adelante los pudimos tocar y juro que tenían mayor carga eléctrica que un transformador de alta tensión, pues el simple contacto de las yemas de mis dedos con la delicada piel de esas prominencias me ponía muy grave.

No dejó que le tocáramos más allá de los pechos, hasta bien avanzada la primavera, que logré besarla. Estábamos ella y yo solos, caminando entre dos trenes cuando, sacando valor de no se donde, sorpresivamente para ella y para mi, rodeé su cintura con mi brazo, deslicé el otro bajo el hombro y la recargué en la pared de un vagón de mercancías, junto a la escalera de acceso al techo (que par mi fue al cielo, con música de Led Zeppelin). Mis labios rozaron los suyos y su boca se abrió inmediatamente, permitiéndome buscar su lengua con la mía, como "sabía" que tenía que hacerse.

Exploré su boca con ansia y torpeza y, cuando ella empezó a responder. creí enloquecer de amor. Pasé a sus oídos y a su cuello, desabrochando los botones mas altos de su camisa, para poder llegar a esos pechos que tanto amaba. Dejándose llevar, echó su cabeza para atrás, presentando las elegantes líneas de su cuello a mis ardientes labios, mientras pequeñas gotas de salado sudor brotaban de su piel.

La oprimí dulcemente contra la pared del vagón y hundí mi cabeza entre sus pechos, cubiertos por su pequeño bra. Sin soltarle la cintura, mi otra mano buscó su pierna y acarició su delicioso muslo, subiendo poco a poco. Sentía un pavor helado al mismo tiempo que un deseo ardientísimo.

Buscaba su nalga cuando escuchamos las voces de los compañeros y ella, agitada y sudorosa, se escabulló de entre mis brazos, subiendo ágilmente por la escalera. Yo estaba paralizado de placer y terror y no pude seguirla, no encontré el valor. Vi el vuelo de su falda y atesoré para el resto de la vida la imagen de sus blanquísimos calzoncitos de algodón y la mancha de humedad que se veía clara en ellos, clara como su anhelo, como mi amor.

Durante las semanas siguientes bebí sus vientos, su aliento; la seguí como un romero a Dios; la amé, anhelé otro instante a solas, pero el Gordo no nos dejó nunca y creo que ella misma evitó por un tiempo un encuentro similar, seguramente por indecisión, hasta que un día me pidió que la acompañara a su casa. Pensé que era la entrada al paraíso sin saber que "un dios necio y orgulloso" me tenía, nos tenía deparada otra suerte, más amarga, que odio contarles en lugar de lo que pudo ocurrir, enseñándome antes de lo debido que no hay amor más rabioso, mas triste, que el que no pudo ser.

No estaba su madre. Quizá ella lo sabía y, tan pronto entramos a su casa, sin decirme nada se quitó el sweter y se levantó la camisa. No llevaba bra y yo besé con ansia sus pezones. No advertimos la entrada de su madre hasta que abrió violentamente la puerta y nos encontró en una posición altamente compromtedora: a horcajadas sobre mi, Mónica restregaba su clítoris y su vagina, cubiertos por sus pantys de algodón, en el prominente bulto de mis pantalones, mientras mis manos acariciaban sus entrañables nalgas bajo la tela y mi boca estaba prendida de su pezón desnudo, como a la vida misma.

Fui arrojado del paraíso por esa puritana matrona que creía conocer a Dios. A Mónica la reportaron enferma y dos semanas después supe que la habían cambiado de escuela y supe también, de buena fuente, que sus puta madre ejercía sobre ella un estrictísimo marcaje personal. Imagino los sermones que le endilgaron y las falsas culpas que le echaron encima.

¿Donde estará ahora? Si siguió su destino de muchacha típica, su belleza se habrá marchitado a sus mozos 32 años (la mejor edad de la mujer), tendrá tres hijos, hará meses que no tiene un orgasmo, suponiendo que los haya conocido.

Quizá no, quizá escapó, quizá tuvo un destino como los que suelo inventar para chicas imaginarias de ese tipo de ciudades, muchachas a las que bautizo Aurora o Ariadna. No lo se. Nunca más pude volver a hablar con ella.

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