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La Asignatura Pendiente

Once años atrás Margarita era una adolescente esbelta y de estilizados rasgos, de huesos largos y firmes caderas; morena, tímida, introvertida y virgen. Gerardo declaró que estaba loco por ella y los demás le dejamos el campo libre. Tardó seis meses en hacerla su novia y otros seis en desvirgarla. Seis años después se casaron. Juntos se fueron a París a estudiar un posgrado. Él se quedó, ella regresó divorciada.

Algún amigo común me dijo que había vuelto y mi imaginación recreó todas las veces que anhelé hacerla mía, cada vez que tuve el violento deseo de besar sus labios, acariciar sus nalgas, chupar su clítoris y, finalmente, penetrarla, dulce o violentamente. Fue tan agudo el renacido deseo que una semana antes de poseerla, la soñé.

Soñé que la besaba, que acariciaba su cuerpo, palmo a palmo, que ella sacaba mi verga a la luz y la llevaba con sus manos a la dulce entrada de su sexo. Cuando mi verga se colocaba en posición desperté, en el instante anterior al espasmo.

pensé buscarla pero la encontré de improviso en la Biblioteca Daniel Cosío Villegas de El Colegio de México. Una tarde de verano solicité en el mostrador los libros que necesitaba y recorrí el amplio lobby hacia lo ventanales que se abren a la ciudad.

(El Colegio, conviene decirlo, está situado en las faldas de la Sierra del Ajusco, unos cincuenta metros por encima del valle del Anáhuac, en el que se asienta la noble y leal ciudad de México. Los días claros, y aquel era de esos, la vista es espléndida).

Una deslumbrante figura recortaba la brillante luminosidad de los ventanales. Una chica... no, una mujer de elevada estatura, curvas sólidas y suaves, larga cabellera tornasolada por los rayos del astro rey... una mujer que, con cierto aire de desamparo, se asomaba al día.

-Margarita –susurré a su lado.

-Pablo- casi gritó, en aquel sagrado recinto del saber.

Se fundió conmigo en un largo abrazo, tan largo que me permitió perderme en su aroma, tan estrecho que pude sentir la suavidad de sus pechos oprimiéndose contra mi cuerpo. Un sutil cosquilleo recorrió mi verga, que reaccionó como debe reaccionar el venablo de un varón. Quise cortar el abrazo, pero ella se estrechó con mayor fuerza contra mi, y disfruté el momento. Después, muchas horas después, me confesó que quería sentirme, que al abrazarme quiso saber si ella era también para mi, una asignatura pendiente.

Charlamos de París. Yo estuve en la Ciudad Luz un verano y me quedé en su casa, vacía, porque ella y Gerardo pasaron las vacaciones en México. Charlamos de los viejos tiempos, de los viejos amigos, nos dio una hora, y otra, y otra mas. Nos olvidamos de los libros.

Me preguntó por mi divorcio, le pregunté por el suyo. Luego, regresamos a las historias de los años estudiantiles. Al atardecer ofrecí llevarla a su casa. De camino, la plática empezó a tomar otro giro:

-Lo malo de haber tenido novio toda la carera, son las oportunidades que me perdí.

-Lo malo de no tener novia durante la carrera eran las largas temporadas en dique seco que me tuve que aguantar –contesté.

-Pero tuviste lo tuyo.

-Nunca lo que mas quise.

Recordamos una lejana tarde, años atrás, de regreso de un viaje de prácticas. Gerardo estaba atrás del camión, contando cuentos de miedo, mientras caía la noche en la carretera. Tres o cuatro horas faltaban para llegar a la ciudad y yo me senté, a medio camión, al lado suyo.

-Todos estaban atrás, o durmiendo la mona –recordé.

-Todos menos tu.

Dejamos que el silencio descendiera sobre nosotros, no interponiéndose, sino formando un puente. Recordamos que estuvimos muy juntos, platicando de mil cosas, casi besándonos. Recordaba el olor de su sudor, el brillo de sus ojos, su mano en mi pierna.

Dejé el auto donde ella me indicó. La observo de reojo mientras caminamos, sus largas piernas bajo la amplia falda, su ceñida blusa, los generosos pechos pugnando por la libertad, el conocido y anhelado perfil. Al llegar a su puerta, preguntó:

-¿Te tomas un café? –preguntó.

Era la pregunta de mi sueño y, como en mi sueño, entré sin vacilar, entré hasta el fondo: apenas cerrada la puerta tras de mi, acaricié su mejilla, de delicada textura y cubierta por un fino vello dorado que le daba la consistencia de un melocotón. Hay veces que una caricia, así, dice mas que una plegaria.

Me besó sin decir palabra. Hundí mi lengua en su boca, para preparar otra penetración, mas violenta, mas profunda. Nos abrazamos, desmoronándonos sobre la gruesa alfombra. Quedó arriba de mi, aprisionándome con sus piernas. Encontré los botones de su blusa, busqué el tesoro de sus pechos, sentí la cálida presión de su cuerpo sobre mi verga, en ímpetu creciente. Medí con mis manos su breve cintura. Percibí bajo la falda la firmeza de esas nalgas soñadas.

-Quieto –murmuró de pronto, ya con el torso desnudo, cubierta solo por su falda.

La obedecí y ella se desplazó a un lado, me abrió el ziper y buscó mi verga, a la que trató como si fuera un tesoro, como si se tratara de la última pinga del universo, acariciándola muy despacio durante largos minutos, midiéndola, sopesándola, arañando apenas la delicada piel que recubre los huevos, deteniéndose en cada vena y cada arruga, midiendo el grosor del glande, sintiendo la frontera entre cabeza y tronco mientras yo, acostado, casi vestido, gemía sordamente.

Busqué una posición que me permitiera meter la mano por debajo de su falda sin que ella interrumpiera el sutil trabajo que llevaba a cabo. Imitando su pausado ritmo, mis dedos buscaron su sexo. Descubrí maravillado que iba desnuda bajo la falda, que sus vellos estaban húmedos y sus labios hinchados. La palma de mi mano, entera, se posó sobre su sexo, abarcándolo todo, la punta del dedo medio en su amo, la palma sobre su duro clítoris.

Margarita, con cuidado para no perder el contacto de mi mano con su sexo, se movió, buscando mi verga con su boca. Me bajó un poco más el pantalón, hasta los muslos, y clavó sus afilados dientes en esa dura parte de mi anatomía que acaparaba casi toda mi atención.

A los dientes siguió la lengua. Su húmedo y vigoroso músculo recorrió mi verga longitudinalmente. No mamaba, no: acariciaba apenas, como antes, solo que ahora con la lengua. Yo, inmóvil, salvo por los dedos que jugaban con su sexo, sentía la muerte, la gloria, la fiebre.

Con su mano, me indicó que levantara la cadera para despojarme de las estorbosas ropas. Cambió de posición, dejando su delicada herida fuera de mi alcance, para bajarme despacio los pantalones, acariciándome las piernas, mientras su boca atraía mi verga entera, succionando sin prisa, despacio, la verga a punto de ebullición.

Pero no sería así: dio un último, largo lengüetazo y se levantó.

-Ven –dijo, echando a caminar hacia su habitación.

Tuve que deshacerme de los pantalones y demás, enredados entre mis piernas, antes de seguirla verga en ristre. La encontré desnuda, acostada boca arriba, con las piernas abiertas y la lengua recorriendo sus sensuales labios.

Cuando la vi, desnuda y deslumbrante sobre la cama, sentí la necesidad urgente de tomar el mando el mando. Separé sus largas piernas y me dispuse a corresponder el placer antes recibido. La punta de mi lengua humedeció los bordes de su vulva, se introdujo recogiendo la mezcla de sabores ácidos y almizclados y buscó el clítoris. Con el pausado ritmo que ella dio siglos antes a sus caricias, así estimulé su protuberancia con mi lengua, mientras mis dedos rozaban apenas la entrada de su vagina, recogiendo nuevos y renovado fluidos.

Bajo mi lengua, con los ojos cerrados, ella gemía y se retorcía, pero inmune a sus urgencias, proseguí mi labor. Dejé pasar varios minutos antes de que mis dedos cambiaran el ritmo de sus caricias, un centímetro abajo de mi boca: índice y medio buscaron el dulce, empapado orificio, invadiendo su interior, iniciando un lento mete-saca al ritmo de las succiones del clítoris.

-Ven –gimió.

Ignoré su llamado, pero mis dedos aumentaron el ritmo, mi lengua aumentó el perímetro de sus operaciones, mi otra mano buscó su sensible ano.

-Ven –repitió.

Exploré su culo, me engolfé en su sexo, paladeé su clítoris.

-Cógeme –dijo.

Subí lentamente, dejando un rastro de saliva en su ombligo y su estómago. Di suaves mordiscos a sus morados pezones, chupé el dorado canalete que separa sus tetas, subí al cuello y los hombros, mordiendo y chupando.

-Méteme la verga –pidió.

Mi lengua subió a su oreja, se entretuvo entre los canalitos que la forman, mordió despacio el delicado lóbulo. Una de mis manos sigue hurgando en su sexo, la otra pellizca sus pezones.

-Quiero tu verga, papi –suplicó.

El adminículo exigido estaba a centímetros escasos de la palpitante vagina, remoloneando entre sus muslos. Mi mano lo guió al sitio en que hacía falta, pero en lugar de lanzarlo a fondo, lo colocó de canto sobre los empapados labios, subiendo y bajando sobre ellos en un frotamiento sutil y exitante.

-Penétrame, cabrón –ahora, en voz mas alta.

Coloqué la cabeza de mi verga, bañada en jugos y gratas sensaciones, en la entrada de la gloria. Pensaba prolongar mi juego, pero con un poderoso movimiento de su cadera, Margarita engulló mi tranca.

Al sentirme dentro de ella, tras el violento y explosivo recorrido inicial, me aferré a sus caderas como a la vida misma: me urgía un momento de cálida paz para evitar el ridículo. Mi boca se prendió de la suya, nuestros pechos reposaron juntos, con el corazón galopando y la respiración anhelante. Descansé en ese éxtasis, regulé mi respiración, reduje la tensión antes de buscar su orgasmo con unos suaves movimientos circulares que daban poco juego de salida a mi verga pero buscaban el máximo contacto de mi pelvis con su clítoris.

Fui perdiendo el contacto con el mundo exterior, engolfándome en el placer carnal, en su cuerpo y su sexo, sus brazos, las uñas que se clavaban en mi espalda, los dientes que mordían mi cuello dejándolo marcado y, cuando empezó a temblar, inicié "el viejo mete-saca", despacio al principio, con violencia creciente conforme los minutos transcurrían, mezclando mis gemidos con los suyos, sus sudores con los míos... mi semen con su potente chorro de fluidos.

Dejé que la verga se retrajera dentro de ella, sintiendo el cielo, sintiendo los músculos de su vagina regresar a su tamaño y posición en torno a mi músculo viril. Volví a besarla, a besarla a besarla.

Se levantó. Salió de la habitación y regresó minutos después, botella en mano, desnuda, empapada en sudor, con una sonrisa malvada en su rostro. Dijo:

-La noche es joven y la vida es corta, querido.

Es cierto.

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