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El Viejo Señor Matias

 Hace algunos años empecé a trabajar como chica de la limpieza en una respetable casa donde vivía una pareja de ancianos. Pero pronto me vi obligada a dejar ese trabajo, porque el fantasma de la muerte cambió mi destino. Hoy aún me atormenta el recuerdo de aquel acontecimiento que cambió mi vida, y necesito exorcizar mis fantasmas escribiendo esta historia. Que nadie me culpe: yo era demasiado joven para ser capaz de controlar una situación como aquella.
Les cuento.

Yo acababa de cumplir 17 años y mi exuberante cuerpo aún no conocía los placeres del sexo. Era una cándida muchachita que, consciente de mi poder de atracción, me divertía provocando a los hombres. Mi padre conocía esta, llamémosle “debilidad” mía, así que cuando decidí trabajar limpiando casas, se afanó en encontrarme un buen hogar –donde no hubiera especies humanas masculinas de edades comprendidas entre los 10 y 70 años, por lo menos - para poder ganarme mi manutención, pues mi madre había fallecido hacía algunos meses, y la economía familiar declinaba a ojos vistas.

La casa elegida fue la unos vecinos nuestros, la del señor Matías y doña Josefina, su mujer. La señora trabajaba como costurera en una conocida tienda de ropa en el barrio, y era la encargada de mantener a su marido jubilado. Pero éste trabajo le ocupaba tantas horas al día que apenas tenía tiempo para ocuparse de su casa y de su marido, unos 12 años mayor que ella.
Anteriormente les he mencionado tildandoles – quizás demasiado alegremente – de “ancianos”, peor es que realmente el señor Matías, con más de 70 años, lo era, y doña Josefina, con tantos años de penurias sobre sus maltrechos hombros, lo parecía.

La primera semana en la que desempeñé mi trabajo transcurrió sin reparos, era un piso pequeño y la verdad es que tampoco es que tuviera mucho trabajo. Lo malo, lo único que a mi me costaba aceptar, es que me hacían trabajar de uniforme. “Manías de viejo, hija mía”, comentaba paternalmente el señor Matías cada vez que me preguntaba que qué tal me iba todo y yo le respondía que “bien excepto por el detalle del uniforme, señor”.
Al principio el señor se marchaba temprano todas las mañanas y no volvía hasta la ahora de comer, por lo que yo casi siempre estaba sola. Doña Josefina no hacía acto de presencia hasta bien entrada la tarde, y muy rara vez mientras yo estuve allí, vino a almorzar. Por lo que las sobremesas era lo único que me las pasaba con el viejo.

Pero un buen día el señor Matías dejó de ausentarse por las mañanas. Se encerraba en el salón y apenas me molestaba. De lo que sí me llegué a dar cuenta es de cómo me observaba mientras yo arreglaba la habitación. Pero no le eché cuentas, ya estaba bastante acostumbrada a que los hombres me miraran así.

“Pobre viejo, que disfrute”, pensaba yo.

Así pasaron un par de días. Al tercero, me pidió que le preparara el desayuno, pues aún no había desayunado y le dolía la cabeza lo suficiente como para no sentirse capaz ni de sacar la leche del frigo, según me dijo. Yo obedecí gustosa, porque siempre he sido muy complaciente con mis mayores. Al terminar, me pidió que me sentara a su lado, con la mala suerte de que nada más hacerlo, el señor Matías hizo un gesto fortuito – al menos en apariencia – que tiró el contenido del tazón sobre mi regazo. Me levanté fastidiada porque ese día no me había traído ninguna muda de ropa. ¡A mi no me importaba ir vestida de chacha por la calle!!

Rechacé sus buenas intenciones de ayudarme a reparar lo que su “infinita torpeza había provocado” y me metí en el cuarto de baño durante casi una hora para tratar de secarme la falda, que más o menos me quedó bien, pero no así mis braguitas, que me atreví a declararlas como “desastre total”. Resolví tirarlas a la basura, porque al fin y al cabo eran tan vejas y estaban ya tan remendadas que no merecía la pena ni secarlas.

Así pues salí del aseo muy resuelta a continuar con mis tareas, cuando me percaté de que no me había secado bien los restos de leche que se habían ido resbalando por mis piernas. No sé por qué pero aquello me excitó. Noté cómo mi sexo se humedecía con la sola idea de los regueros de leche seca de mis piernas. La leche blanca deslizándose lentamente por ellas. Estaba muy excitada, era la primera vez que me pasaba algo así.

Sin embargo traté de controlarme porque fui llamada al orden por el señor Matías por estar tanto tiempo ociosa y para relajarme me puse a limpiar los platos sucios del frustrado desayuno mientras el señor se acababa las tostadas. Era un ejercicio continuo y conseguí controlarme bien.

Pero aquella falda estaba hecha con una tela tan fina, y hacía tanto calor, que se me pegaba a los muslos y claro, al tratar de separar la tela de m piel, como tenía las manos mojadas de estar fregando, más se humedecía la tela y más se pegaba a mi.

Fue entonces cuando fui brutalmente asaltada por detrás.

Que nadie piense que un hombre de más de 70 años está totalmente incapacitado para follar.
Al menos no todos lo están.
Aquel viejo me folló como pocos lo han hecho hasta ahora.

Yo andaba despistada, demasiado ocupada pensando en mi propia excitación de hacía unos minutos, con las manos metidas de lleno en el fregadero a rebosar de agua, platos y jabón, y ligeramente inclinada hacía adelante, con el culo en popa y bien predispuesto a posibles visitantes (porque al parecer esa fue la impresión que le día al dichoso viejo!). Había olvidado por completo que el señor estaba aún en la cocina. Hubiera hasta jurado que se había ido. Pero no...bien me di cuenta de lo equivocada que estaba al notar cómo me levantaba violentamente la humedecida falda, me levantaba las nalgas con las manos, buscando mis orificios más secretos y me penetraba por detrás.

En un principio alcancé a pensar que me había metido la verga por el ano, pero más tarde descubrí que no, que aún era virgen por aquellas estrechuras. Dicen que la primera vez que te follan, cuando te desvirgan, te duele. Pero a mi no me dolió. Al contrario. Los alaridos que preferí eran de placer, no de dolor, y eso a pesar de que el señor no me dio el gusto de hacerme llegar al orgasmo.

La verdad es que en un principio traté de resistirme, no piensen ustedes mal de mi, que por alocada, no soy facilona, peor pronto me abandoné ante la llamarada de deseo que me invadió tan despiadadamente. Sentí su erecto pene dentro de mi, elevándose dentro de mi con una fuerza inusitada, silenciosa y potente, desgarradora. Noté cómo mis flujos y la sangre de mi himen roto se deslizaban lentamente por mis piernas y recordé la leche, y más me excité.

Apoyé las manos en los armarios que estaban sobre mi y me abrí más de piernas, para facilitarle la tarea al pobre y jadeante señor Matías, para que no se cansara y pudiera continuar y follarme mejor. ¡Porque yo estaba disfrutando! ¡Qué decepción si él no pudiera continuar debido a los esfuerzos! Yo estaba abierta por entero a él, tan indefensa e inexperta...

Me estremecí al recordar su potente e inexorable entrada dentro de mi mientras él empujaba, jadeaba, adelante y atrás, adelante y atrás... como tratando de coger impulso para meterse cada vez más dentro de mi.

Entonces se corrió.

Lo noté apenas, porque enseguida sacó su chorreante polla y solo vi la cantidad de líquidos confusos, sanguinolentos que se deslizaban por mis muslos.

El placer se había desvanecido, como la bruma cuando aparece el radiante sol.

Me giré hacia él enceguecida. Solo podía sentir unas tremendas ganas de agarrarle por el cuello y estrangularle, por haber sido tan breve, por no preocuparse de que yo alcanzara mi primer orgasmo.

Pero lo cierto es que ese sentimiento aniquilador se disipó enseguida. Para ello sola bastó fijarme en la jadeante piltrafa de hombre que tenía delante de mi. Los pantalones se le habían deslizado al suelo y sus enclenques piernas temblaban convulsivamente mientras entre jadeos no dejaba de llamarme zorra, putita, y demás apelativos. Su pringosa verga no me llegó a parecer ni la cuarta parte de lo que me había metido por el coño y mi desilusión fue mayuscula.

Salí corriendo, escapé de aquella casa y ni siquiera sé cómo fui capaz de llegar a la mía y meterme en la ducha sin que mi padre ni ningún vecino me viera.

Después de lavarme a fondo me tumbé en mi cama y traté de masturbarme, pero era la primera vez y los nervios no me permitieron sentir apenas nada. Me quedé dormida, haciéndole creer a mi padre que estaba enferma. Al parecer fue a la casa del señor Matías, para saber los detalles de mi indisposición, pero nadie le abrió la puerta, porque lo cierto es que el señor Matías jamás volvería a abrir esa puerta ni ninguna otra: yacía muerto en el suelo de gres de la cocina de su casa. Antes de irme alcancé a verle caer al suelo sin sentido.

Doña Josefina aseguró que había padecido un ataque al corazón y que había muerto placidamente en su cama...y todos la creyeron.
A partir de ese día esa mujer me mira con un odio visceral que soy incapaz de soportar.
Porque solo yo sé como murió realmente el señor Matías. Fue por el esfuerzo.

Pero supongo que su sueño, como el de muchos otros hombres, era el de morir follando. Al menos me consuela pensar que yo contribuí a que su sueño se hiciera realidad, pensar que murió feliz.

Quizás si yo no me hubiera resistido ni siquiera ese poquito, al principio...

Requiescat in pacem cum divina clementia.


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