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El Ingenuo Amoral - 1ª Parte

Tito tenía seis años cuando conoció a la pianista, aunque por entonces, ella, que tenía trece, aún no era el Almacén de Música que más tarde fue. En aquella época en que la conoció, ella estudiaba piano y se pasaba las horas muertas repitiendo la escala musical, "haciendo dedos" como ella decía, e interpretando alguna fácil partitura de principiante.

Se llamaba Linda (Hermelinda) y era la tercera de cinco hermanos, uno de los cuales, Pepita, con un grado de deficiencia mental muy acusado, moriría aquel mismo año. La hermana mayor, María, tocaba el violín bastante aceptablemente. Su segundo hermano, Rufino, Fino para toda la familia y los amigos, disfrutaba de una voz de tenor a la que todos auguraban un gran porvenir. No llegó a nada seguramente porque su estatura no alcanzó nunca el metro cuarenta. El hermano menor, Dito, Eduardo, tenía los mismos años que Tito, y era un chico muy estudioso que deseaba ardientemente ser militar como su padre. Estudiaba interno en un colegio de frailes. La madre, Doña Lola, pese a estar ya cerca de la cincuentena, conservaba todavía vestigios de su esplendorosa juventud andaluza garrida y hermosa.

Toda esta familia vivía en el piso superior al de Tito y éste se pasaba más horas en el piso de Linda, oyéndola tocar el piano, que en la suya propia. Le parecía que, sobre la tierra, no podía haber mujer más bonita que ella, tan hermosa le parecía que se enamoró con ese primer amor platónico de la infancia, místico y puro. Adoraba a Linda como un ferviente católico adora a la Virgen Maria.

También fue la primera mujer, aparte de las de su familia, en decirle que era un chico muy guapo y fue también la primera que le enseñó a mover los dedos sobre el teclado sentándolo sobre sus muslos y sujetándolo con una mano por la entrepierna para que no resbalara, en vez de sujetarlo por la cintura, como habían hecho hasta entonces las mujeres de su familia. Pero de esto, Tito, no se dio cuenta hasta algún tiempo más tarde.

Al principio, mientras ella lo guiaba con una mano y lo sujetaba con la otra, él notaba que, sin desearlo, su verga, de un tamaño más grande de lo normal para su edad, se ponía duro y esto le hacía avergonzarse, y como ella no podía dejar de notarlo, le parecía una ofensa que le hacía a la muchacha de sus sueños de la que tan platónicamente se había enamorado.

Lo mismo le ocurría cuando, sentado frente a ella en un pequeño escabel y ella en su asiento de tornillo mientras sus elegantes, largos y finos dedos de pianista recorrían el teclado a toda velocidad, movía los pedales por algún motivo que no entendía pero que le subían la falda por encima de las rodillas y, azorado, nervioso y disgustado consigo mismo tenía que hacer esfuerzos para no ofenderla mirándole la carne desnuda, tersa y sedosa de los muslos.

No entendía tampoco por qué cuando se giraba en su asiento para buscar una partidura separaba sus muslos de tal manera que le resultaba imposible no contemplarlos hasta las bragas, casi siempre blancas. Si alguna vez lo sorprendía mirándola, se ponía colorado como un tomate como si hubiera cometido un delito muy grave y una ofensa imperdonable. Ella nunca parecía ofendida, al contrario, se limitaba a sonreírle y a revolverle el pelo. Creyó siempre que ella estaba tan enamorada de él como él lo estaba de ella.

Con frecuencia, sentado en su regazo, resbalaba sobre sus muslos hasta las rodillas y lo

atraía hacia ella por la entrepierna. El niño se daba cuenta de que su cipote se ponía duro y que ella se lo apretaba para auparlo sobre su regazo; que no retiraba la mano cerrada sobre el excitado manubrio como si aquel fuera el asidero ideal para mantenerlo con la espalda pegada a sus tetas, duras y macizas. Según creía Tito, porque estaba entretenida en guiarlo con la otra mano sobre las teclas del piano. Aún no comprendía por qué tenía que ponérsele tan tieso, pero le gustaba, y como a ella parecía no ofenderle que se le encabritara se dejaba hacer sintiéndose cada vez más enamorado.

Por aquella época Tito creía aún que los bebés los traía de París la cigüeña, que los Reyes Magos venían de Oriente en camellos cargados de regalos y que él era el centro del Universo. De ésta última creencia tardaría aún algunos años en descabalgar con gran sorpresa por su parte, pero de la primera fue Fino, el hermano de su adorada Linda, quien le explicó con todo lujo de detalles como se hacían los niños. La noticia le produjo excitación y a la vez cierto malestar al pensar que su madre y su padre lo habían hecho a él de aquella manera que le parecía tan degradante para su madre. Pero la excitación de saber para que servía su virilidad, además de orinar, le produjo una excitación tan fuerte que olvidó prontamente lo relativo a sus padres.

Ingenuo hasta más allá de lo razonable, no habiendo visto nunca el sexo de una mujer, le ocurrió algo en cierta ocasión que da medida de su inocencia. Como casi todos los días, estaba sentado en el pequeño escabel mirando correr por el teclado los elegantes y finos dedos de sus adorada Linda. Acabó ésta la partitura y se giró para recoger otra separando sus muslos como siempre. Esperaba ver las braguitas blancas pero se quedó muy sorprendido al ver que no las llevaba. Lo que vio fue unos gordezuelos labios y unos suaves y escasos rizos negros y no se le ocurrió otra cosa que preguntarle a la muchacha:

-- Linda, ¿por ahí nacen los niños?

-- ¿Quién te ha dicho eso, Tito? – preguntó la adolescente revolviendo las partituras.

-- Un amigo del colegio – respondió, sin querer descubrir al hermano y sin darse cuenta de que ella seguía enseñándole su sexo sin inmutarse.

-- ¿Y qué te parece, cariño?

-- No sé, pero... – se detuvo sin saber como explicar lo que sentía porque, por primera vez, sin que ella lo tocara, tenía su considerable pitorro tan excitado y duro como al despertarse por las mañanas con ganas de orinar.

Ella giró el taburete de tornillo hasta quedar frente al él. Sonreía. Le cogió por la camisa y lo acercó a ella colocándolo sobre su regazo como si fueran a practicar con las teclas. Su mano aprisionó la erección del niño y le murmuró al oído:

-- Pero ¿qué, cariño?

-- No sé explicarlo.

-- Esto – y le apretó la verga con fuerza – es para meterlo dentro de eso que has visto entre mis muslos. ¿Te gustaría saber como se hace?

Rojo como un tomate, sin poder articular palabra, movió la cabeza de arriba abajo. Lo besó en la mejilla y dejándolo en el suelo lo llevó hasta el sofá desabrochándole el cinturón y bajándole los pantalones y los calzoncillos. Se remangó la jovencita la faldilla hasta la cintura. La visión de sus muslos desnudos, macizos, restallantes y satinados, el pequeño y escaso triángulo de rizos, y los abultados labios del sexo, hicieron palpitar su miembro contra su vientre sin que él pudiera evitarlo.

Ella se mordió los labios y lo arrastró encima, con la mano dirigió la erección hasta la entrada de la fábrica de niños. Al sentir el húmedo calor no necesitó más explicaciones porque empujó con ansia de hundirla toda en aquel estuche ardiente y húmedo. Pero eso fue todo. No sabía qué más hacer. Él ya estaba en la gloria con tenerla allí dentro, con poder besarla en los labios que, en su ignorancia, ni siquiera se le ocurrió abrir para buscar la humedad de su lengua.

Se quedó inmóvil encima de ella disfrutando de aquel calor más delicioso que todo lo que hasta entonces había conocido e imaginando que podría disfrutarlo horas y horas, o, por lo menos, hasta que Doña Lola, la madre de Linda, regresara de la compra. Sin que nadie se lo hubiera explicado sabía que aquello que estaban haciendo estaba prohibido. Pensaba que quizá por estar prohibido resultaba tan fascinante y encantador e imaginó también que quizá por eso los mayores lo hacían de noche, cuando nadie podía ver al hombre y a la mujer haciendo un niño. Por fin entendió lo que era fornicar que, según el catecismo, estaba prohibido. Pero aunque comprendió el significado de la palabra, seguía sin entender porqué algo tan maravilloso, tan delicioso y agradable, algo que nada en el mundo podía comparársele era causa de repulsa y condena.

Fue ella la que empezó a moverse. Notó como su erección salía hasta la mitad y como volvía a hundirse hasta la raíz y aquel movimiento, repetido una y otra vez, le hizo comprender lo que debía hacer y la acompañó en sus movimientos y, al hacerlo, aumento su placer hasta cotas inaguantables. Cuando menos se lo esperaba una corriente dulcísima le subió desde los talones por las pantorrillas, los muslos, inundó su miembro y explotó de forma tan violenta en su verga que le palpitó una y otra vez desaforadamente dentro de la melosa vagina. La intensidad de ese primer placer desconocido fue tal que le hizo perder el sentido de la realidad; prácticamente se desmayó en los brazos de su adorada Linda.

Al volver a la realidad ella seguía moviéndose cada vez más rápida, más frenética, apretándole las nalgas con todas sus fuerzas, hundiéndolo en ella de tal forma que notó como su vulva mojaba su pubis imberbe. También ella explotó. Lo imaginó al notar las contracciones del delicioso sexo femenino sobre su erección y la caricia de un líquido tibio bañando su miembro aún erecto y duro. Respiraba a bocanadas la muchacha con los ojos cerrados, las aletas de la naricilla dilatadas y los labios entreabiertos.

Se calmó poco a poco y entreabrió los ojos para mirarlo y preguntarle si le había gustado. Por toda respuesta, sabiendo ya lo que tenía que hacer, comenzó un vaivén lento sin dejar de mirarla. Ella le sonrió de nuevo, atrayéndolo por la nuca para decirle que era el chico más guapo del mundo, para besarlo al tiempo que se movía también a su compás abriéndole los labios con su lengua para recorrerle toda la cavidad bucal en un remolino de su lengua deliciosa y excitante. Pero no pudieron disfrutarse de nuevo porque, al oír abrirse la puerta del piso ella se levantó rápida como una flecha sentándose en su taburete y aporreando las teclas casi sin mirar la partitura.

Durante un mes, siempre que se quedaban solos, se follaban de forma maravillosa y era tan feliz como nunca lo había sido hasta entonces. Fueron muchas las veces que disfrutó dentro de ella y ella con él, o eso creía el ingenuo rapaz. Pero, como no existe la felicidad completa ni eterna, al cabo de un mes, que al chico le pareció un año, la familia de Linda se mudó de piso y él no supo su nuevo domicilio hasta ocho años más tarde. No volvió a verla hasta que tuvo catorce y ella veintiuno.

El disgusto de la separación de su adorada Linda casi le costó una enfermedad, se quedó inapetente, delgado y amarillo como un canario. Su abuela y sus tías comenzaron a preocuparse sin saber a que achacar su dolencia; el médico recomendó un cambio de aires. Lo enviaron a la aldea a reponerse en la casa de unos labradores amigos de la familia cuyo hijo era el asistente de su abuelo. Pero el tiempo, que todo lo cura, también curó el delirio de Tito por Linda y, con el decurso de los años, fue difuminándose lo sucedido de tal forma que llegó a creer que lo había soñado.

Fueron ocho años terribles. El país había atravesado una guerra civil de tres años durante los cuales el niño se transformó poco a poco en un adolescente alto y espigado que tuvo que soportar penurias que jamás hubiera imaginado pudieran ocurrirle a él que se creía el centro del Universo. También para ella cambiaron los tiempos aunque no lo supo hasta que volvió a verla, cuando ya era profesora de piano y el "Almacén de Música" que recordaría toda su vida después de aquel segundo encuentro. Pero ese es otro capítulo.

Continuará...

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