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Pesadilla Fetichista

Era muy peligroso intentar seguir adelante. Había visto sucumbir a todos mis compañeros, a los que conocía y a los que no. Todos en el tercer piso. La niebla hacía de paredes y de techo. El suelo era de piedra. Y ahí estaba yo, lleno de temor. Sabía que mis enemigos tramarían un engaño perfecto e insalvable para mí como habían hecho con mis predecesores. Crearían algo de lo que no pudiese escapar, de los que no quisiese escapar, algo que yo desease. Y recurrieron a mis fantasías sexuales para atraparme.


No sé bien cómo apareció ni cuándo, pero me di cuenta de que enfrente de mí había alguien. Una mujer. Rubia, y en su cara un delirio diabólico. No recuerdo su cuerpo. Sólo su cara, el color de su pelo su sofisticado peinado y... y lo que me volvió loco, sus piernas. Bueno, tampoco eran nítidas, pero se sentían, estaban allí, esperándome.

No tardé ni siquiera un segundo en sacrificarme. Me acerqué a la misteriosa mujer rubia y excitado, empalmado incluso, me tumbé boca abajo delante de ella, a escasos centímetros de sus divinos pies. No lo dije, pero lo pensé, y ella oyó mi pensamiento: "Soy tuyo, señora. Te entrego mi cuerpo para lo que desees." Sé que la oyó, porque la sonrisa pervertida que esbozó no hubiera podido explicarse de otro modo.

Es absurdo lo que hice a continuación. Completamente indefenso, coloqué mis manos sobre mi espalda, con las palmas mirando al cielo y a ella. Mis manos querían ejercer de escabeles para el dolor de sus espuelas.

¡Qué inmenso placer erótico, fruto de mi desviación sumiso-fetichista, obtuve cuando noté las plantas subirse a mi espalda y estampar allí su sello! El calor de su piel se filtraba hasta la mía. ¡Y qué orgasmo en mi cerebro se desató al notar sus afilados tacones clavándose en las plantas de mis manos!

Ya estaba encima de mi, y dijo, satisfecha:

Así es como me gustan los hombres. –

¿Qué quiso decir? ¿Que ya era suyo por completo? ¿Que la debía obediencia? ¿Que el sitio de los machos era a los pies de sus diosas?


Yo hubiera deseado haber disfrutado esa esclavitud un rato. Después, cuando se hubiese aburrido de comprobar mi devoción, me habría concedido el increíble privilegio de besar, lamer, chupar su calzado e indirectamente sus pies. Habría visto la deliciosa herramienta de tortura, una pareja fascinante de piernas enfundadas en un material negro, oscurísimo, y acabadas en el tacón del tormento. ¿Sería goma? ¿Sería su piel, la exquisita piel que envolvía el contorno de sus pies? Tal vez se fusionaban la prenda y el contenido.

Da igual. Yo habría adorado con mi lengua aquellos pies, sostenidos por el tacón de metal, un puñal para hundir en el cuerpo del sumiso. No sé cuándo me habría corrido. Enseguida, no lo dudo. Pero no sé si hubiera aguantado hasta después de degustar la textura de la goma. A veces mi lengua se trabaría, a veces fluiría libre sobre el suave y brillante y húmedo material. Y si conseguía terminar todo el perfil de esos pies ó de esos zapatos ó de aquella imposible mezcla de ambos, hubiera sido tan osado que abriría los ojos para ser cegado por el negro brillante conferido por mi saliva.


Pero no pasó eso. Mi verdugo aplicó el castigo con prontitud. Noté que los tacones se iban afinando más y más, creciendo el dolor. Llegaron al límite en el cual, si se hiciesen más delgados y afilados, perforarían la piel y mi cuerpo, empalándome. Intentaba zafarme del suplicio. Movía mis manos, torturadas por los tacones. Nada conseguí. Y mi ama, feliz por ser la artífice de mi ejecución, ordenó a los tacones mágicos afinarse un poco más. La piel se abrió, las palmas de las manos fueron cosidas por los tacones a mi espalda. Y en menos de lo que se tarda en decirlo, esos tacones asesinos traspasaron mis pulmones y tocaron el suelo.

La severa castigadora rió hasta enronquecer al observar que, en mi rápida agonía, me corrí.

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