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Demasiado Timida para Oponerme - 2ª Parte

Despedí a mi marido con un gran beso. Y me iba a volver a la cama cuando sonó el timbre de la puerta. Suspirando resignada, me puse el desavillée y fui a atender. Era el viejo del segundo. Tenía la misma expresión de sátiro desenfadado que lucía siempre que tocaba a mi puerta. Ya sabía a lo que venía, inútil resistirme. Desde la primera vez en que me hizo suya lamiendo mis intimidades supe que no tenía caso oponerle resistencia. Así que obedientemente me encaminé al dormitorio, con don Francisco siguiendo mis pasos. El hombre no me agradaba, especialmente por su viciosa actitud de lamerme mi conchita con su larga y caliente lengua. Pero temía que armara un escándalo, y resignadamente me acosté de espaldas, con mis muslos bien abiertos y las rodillas altas, apoyadas en mis talones, dispuesta a sufrir una nueva vejación. El viejo hundió su cabeza entre mis muslos. Y comenzó a besarme el coño, con suaves mordiditas y cortas lamiditas. Y comencé a sufrir. Cuando comenzó a sacar la lengua y hundirla en ardientes lamidas en mi intimidad, comencé a gemir. El hombre aferraba mis caderas con sus fuertes manos, como para asegurarse la fijación de mi vagina. Lo que más me molestaba eran las sensaciones que me producía con su boca. Detestaba la excitación que me producían sus lengüetazos, y me retorcía mientras procuraba disimularla. Y el muy bestia continuaba con sus lengüetazos, cada vez más rápidos, calientes y profundos. Y yo seguía gimiendo, ¿por qué tenía que sufrir esto? Pero así ha sido mi vida, sufrir siempre de los abusos de los hombres. Cuando se concentró en mi clítoris me sentí perdida. ¡Yo era una mujer casada y no estaba bien lo que me estaba pasando! Con los gruesos labios de su caliente boca, don Francisco, apretó mi clítoris, agasajándolo con una apasionada succión, mientras su lengua, algo áspera, me lo lamía con sadismo, al saber los efectos que, contra mi voluntad, me estaba produciendo. Y el asqueroso viejo prosiguió, indiferente a mis jadeos y débiles protestas, haciéndome gemir cada vez más fuerte, hasta lograr un gran gemido que me llenó de vergüenza. Pero no le bastó con haberme humillado de semejante manera, y continuó aplicándose con sus despiadados besos, chupadas y lamidas, que renovaron mis ardores, y con ellos mis jadeos y suspiros, llevándome a otro gran gemido mientras mi cuerpo temblaba y se estremecía. Y cuando creí que todo había acabado para mí, recomenzó de nuevo. Así tres veces. Cuando sacó su cara de mis intimidades tenía los ojos brillantes y mis pendejos repartidos por su cara pegoteados por mis jugos, se irguió triunfante al lado de mi cuerpo derrengado, y sacando su tremenda tranca, se la comenzó a cascar con su mano derecha, hasta derramar generosamente sobre mi cuerpo gruesos chorros de espeso semen que regaron mi cuerpo desde mis cabellos y mi cara hasta mis rodillas, pasando por mis tetas, mi vientre, pubis y especialmente sobre el vello púbico y entrepierna. Después, riéndose, guardo su aparato en el pantalón y se fue, satisfecho de su avasallamiento.
Me quedé desparramada sobre la cama. Pensando en mi marido y en cuanto lo amaba, mientras saboreaba el semen que me había caído en los labios.
Pero no me podía quedar mucho más en la cama, tenía que hacer muchas cosas ese día. Luego de lavarme, decidí vestirme para salir a la calle. Me puse mi faldita roja, que me queda un poco cortona y apretada ya que estoy ligeramente gordita, y mi remerita amarillo naranja, que marcaba quizás en demasía mis pechos que ya tenían dos tallas más que en el momento en que la había comprado. Pero no tenía nada mejor que ponerme, así que, qué remedio.
Cuando salí del ascensor en la planta baja, me encontré con Roberto, el encargado, quién sin vacilación alguna me agarró de un brazo, empujándome al sótano. Una vez adentro, cerró la puerta con llave y me apretó contra unas cajas, comenzando a besarme mientras con sus grandes manos apretaba mis tetones a través de la remerita. No supe como resistir. Roberto es un hombre de unos treinta y cinco años, con un cuerpo musculoso y enérgico. Mi respiración comenzó a agitarse a pasos agigantados, y entre jadeos le pedí que recordara que yo era una mujer casada, pero Roberto me comió la boca, mientras revolvía su lengua en la mía. Y no pude seguir explicándole. Y tampoco recordaba muy bien que era lo que quería explicarle. Yo me desconcentro mucho en esos casos. Y Roberto continuó como si tal cosa. Sacó su gruesa poronga, me arremangó la pollera y corriéndome la braguita, me ensartó sin la menor consideración. Si no fuera por la abundante lubricación que sus besos y manoseos me habían producido, me hubiera dolido. Pero no tuve tiempo de reflexionar en todo esto, porque Roberto comenzó a meter y sacar su tranca con todo el entusiasmo que mi cuerpo le producía. Yo tenía toda la intención de resistirme, pero no pude ponerla en práctica, porque sus intensas fricciones me producían tales sensaciones que no pude concentrarme para impedirle nada. Y cuando en un profundo empellón final su tranca enterrada comenzó a pulsar, y sentí los calientes chorros en mi interior, la vergüenza fue tan grande que mi vagina entró a dar intensas contracciones y entre estremecimientos le ordeñó hasta la última gota. Cuando lo sacó, su enorme nabo seguía erecto y humeante. Temerosa de que Roberto quisiera seguir, procuré detenerlo: “¡Deténgase, Roberto, yo amo a mi esposo, y no está bien que hagamos esto!” Pero él ya me había dado vuelta, sacándome la braguita y dejándome el precioso culo al aire, comenzó a refregarme el nabo contra la raya. Por lo menos, en esta posición podía hablar. “¡Yo no soy una mujer infiel, Roberto!” Pero él se había aferrado a mis tetas y me las amasaba con entusiasmo. “Yo… es… toy… enamo… rada… de… mi… es… po… so…” Pero, involuntariamente, mis nalgas se abrían anhelantes ante las caricias de su nabo. “¡Muy… e… na… mo… ra… da… Ro… ber… to…!” alcancé a gemir, pero ya su miembro había encontrado la entrada de mi agujerito, y facilitado por la lubricación de su propio semen, comenzó a penetrármelo. No supe como detenerlo. Es más, mi ano comenzó a abrirse, contra todos los deseos de mi voluntad. Y el muy atrevido, abusándose de la situación, siguió penetrándolo hasta tenerme completamente ensartada. “Él ha… sido… mí úni… co… hom…bre…” traté de hacerle entender, pero él ya había comenzado con el vaivén del mete y saca. Y con los dedos de sus manos acariciaba mis pezones mientras me amasaba los pechos. Y para colmo, mi culo abierto, respondía a sus empellones, como si tuviera voluntad propia. “Noso… tros… es… tuvi… mos de no… vios… siete… años… sin… te-tener… rela… cio… nes… has… ta… el casa… mien… toooo…” La voz se me quebraba un poco, porque una no es de fierro, pero continué con mi alegato, aunque sin otro resultado que un mete y saca más entusiasta por parte del viril encargado. Así que me resigné a sufrir una nueva vejación. Y con gesto estoico seguí ofreciéndole el culo y aceptando los apasionados apretones de sus dos manotas sobre mis tetones. Pensando en la humillación de estarle haciendo esto a mi marido, que en esos momentos estaría trabajando en la oficina, se me produjo un gran rubor, tan grande, que terminé con un largo gemido mientras mi orto le apretaba el enardecido miembro, con tanto cariño que enseguida lo sentí inyectándome sus chorros hasta lo más profundo de los intestinos. Me quedé recibiendo hasta el último chorro y ambos nos quedamos así como estábamos, con su grueso nabo ablandándose lentamente dentro de mi agujerito negro, ahora agujero, claro. Cuando finalmente me lo extrajo, hizo un ruido de “¡plop!” un poco vergonzante. Luego él me dio vuelta y abrazándome hundió su lengua en mi boca, como para demostrarme su agradecimiento. Yo lo dejé hacer, porque a esas alturas no tenía sentido ya presentar resistencias. Y me pareció que no estaba mal dejarle expresar su afecto. Más aún si tenía en cuenta que sus efusiones de afectos se repetían varias veces por semana desde hacía dos años cuando nos habíamos mudado al edificio. Así pues, ya no tenía mucho sentido tratar de que el pobre hombre recapacitara sobre los aspectos poco éticos de su conducta tan reiterada. Me puse la braguita, y con la sensación de su leche calentita en mis entrañas, le di un beso amable y me encaminé a mis actividades del día.

Cuando llegué a mi trabajo, el Doctor Martínez todavía no había llegado, así que me puse a revisar las llamadas guardadas en el teléfono que estaba sobre mi escritorio, y a anotar los turnos de los pacientes.
En eso llegó Gustavito, el hijo intermedio (de 18) del doctor. “Mi papá me manda avisarle que llegará dos horas tarde, Julita”. “Gracias” le contesté parcamente. Porque es un chico un poco atrevido, y no deseaba animar ideas raras en él. Así que me encaminé al fichero para ordenar las fichas de los pacientes. Pero fue inútil, el chico se paró atrás mío y comenzó a acariciarme las nalgas. “No hagas eso, Gustavito” le amonesté sin darme vuelta. Pero el chico no entendía las buenas maneras. Y continuó sobándome el culo como si tal cosa. Yo continué como si no sintiera nada, a ver si así desistía. Pero nada. Y continuó con sus caricias, cada vez más sensuales, hasta que mi culo comenzó a acusar recibo. “¡Ay, Gustavito… ¡ ¡Qué chico este…!” pero ya me estaba gustando la sobadita. “¡Vamos al consultorio!” me instó el chico, apoyándose contra mis glúteos. Ahí pude sentir algo duro presionando entre ellos, lo que debilitó algo mi voluntad. Y me dejé llevar hasta el consultorio, esperando que el chico se diera cuenta de lo inapropiado de su conducta. Pero él continuó agarrando mi culo, esta vez a manos llenas. Y yo me dije que no había modo de detener tanto entusiasmo, al punto que yo misma comenzaba a entusiasmarme. “Es casi un niño”, me dije, “esto no puede llamarse infidelidad… “ Así que lo dejé levantarme el delantal y continuar su sobada sobre mis nalgas al aire, cubiertas apenas por las braguitas. “¡Julita…!” me estremecí al escuchar su voz ronca y caliente en mi oído. Quizá fue eso lo que hizo que le permitiera sacarme las braguitas. “Bueno”, me dije, “hace ya tres años que jugamos este jueguito, desde que él tenía doce…” Y sentí su dedo penetrando en mi ano, como la primera vez que jugamos. “¡Qué lindo culo que tenés, Julita!” me dijo con voz ronca. “¡No uses ese lenguaje, jovencito!” le amonesté, pero dejé que me introdujera un segundo dedo. “Hoy lo tenés agrandado, Julita… “ y me metió un tercer dedo. “¡Vaya, me parece que está listo para recibir algo más gordo…!” “¡No te atre… vas!” Tuve que interrumpirme al sentir su nabo reemplazando los dedos. El chico tiene un buen nabo y, aunque todavía no ha terminado su crecimiento, sentí que me iba llenando el agujero a medida que me lo penetraba. Otra vez mi culo se abrió, ofreciéndose a la penetración. Mi culo parecía independiente de mi voluntad. Y mientras el chico me lo iba cogiendo, volví a pensar que sólo era un niño, y que lo conocía desde sus doce años, así que eso no podía considerarse infidelidad. Pero al chico seguramente no le importaban mis reflexiones, y le daba al mete y saca que era un gusto. Yo soporté pacientemente su trabajo, pero pronto comenzaron a nublárseme los ojos. Sentía su duro nabo, con la cabeza descubierta, dentro de mi orto, y sus movimientos me despertaron unas sensaciones que atribuí a la ternura que me producía el jovencito. Y el siguió con el mete y saca a un ritmo cada vez más intenso, y yo dejé escapar algunos gemidos acompañando su entusiasmo. Y en eso sonó el teléfono. Era mi esposo. Para comentarme que no iba a venir a almorzar. Le contesté con una voz muy dulce que el atribuyó a lo bien que me caía su llamado, aunque la voz venía acompañada por algunos gemidos producidos por el maravilloso trabajo que Gustavito me estaba haciendo, y no sé a que puede haber atribuido Armando esos gemidos. Pero a estas alturas ya no podía controlar mucho mis reacciones, ni tampoco me importaba. Al fin de cuentas tenía muy claro que a eso no podía llamársele infidelidad, así que tenia la conciencia tranquila. Y cuando cortamos, me entregué a las sensaciones que ese nabo joven me estaba brindando. “Agarrame las tetas, Gustavito… ¡” le susurré entre jadeos. Y agarrándose a mis tetas el chico se afanó en su serruchada, y pronto pude sentir sus chorros dentro mío, lo que me produjo tan intenso rubor que todo mi cuerpo se estremeció alcanzando la cúspide del placer. Pero Gustavito no sacó su miembro de mi orto. Continuaba tan duro como al principio. Y yo me resigné. Habría de pasar de nuevo por todo el proceso. Esta vez tardó un poco más, lo suficiente como para hacer que mis ojos se empañaran dos veces. “¡Gus… ta… vi… to…!” exclamé con la voz ronca y los ojos vidriosos, conmovida por el modo con que el chico me había expresado su cariño. “Te veo mañana, July” me dijo el chico luego de meterse su aparato dentro del pantalón. “Sí, mi cielo… “ suspiré, y se fue, cerrando la puerta.

El doctor llegó, tal como había anunciado, a los dos horas. “¡A mi consultorio, Julia!” me ordenó entrando como una tromba. Lo seguí. Cuando entré, ya estaba apoyado contra la camilla, con el semirrecto miembro afuera del pantalón. “¡Tenemos poco tiempo!” me urgió. “¡El primer paciente es en veinte minutos!” Así que rápidamente me puse de rodillas y con las manos le acaricié y pajié el miembro hasta ponérselo bien duro y parado. Entonces me lo metí en la boca, saboreándolo encantada. “Es mi jefe” pensé “y hacemos esto cada mañana, forma parte de mi trabajo, así que esto tampoco puede considerarse como infidelidad… “ Y le mamé el nabo con devoción, agarrándoselo con ambas manos, y todavía sobraba un buen pedazo, y el enorme glande descubierto, que lamí y chupé con fruición. Era bueno saber que eso no era infidelidad, sino las turbias sensaciones que me producía chupar ese nabo, no habrían estado bien. Él movía suavemente mi cabeza con su mano. Mi respiración se había acelerado de locura. No sé por qué me ponía así cada mañana, cuando le mamaba su tremendo nabo. Pero mi visión se había vuelto turbia, y los gemidos me salían por sí solos, previendo el desenlace final, que ansiaba como loca cada mañana. Por fin llegó y su poronga se hinchaba en mi boca emitiendo gruesos chorros de espeso semen. Eso fue todo para mí. Tragué hasta la última gota y luego quedé sentada, con los ojos vidriosos, y la respiración desencajada. El doctor me hizo arrodillar nuevamente, y limpiando su miembro contra mis mejillas me dijo “Ahora podés irte, putita. A lo mejor más tarde te cojo bien cogida… “ Me gustó su afectuoso comentario, y me dije que habiendo tanto afecto, eso no podía llamarse infidelidad.

La mañana continuó normalmente, con varios pacientes en la sala de espera, y el doctor atendiendo en su consultorio, cuando llegó Alberto, el hijo mayor del doctor. Alberto tiene 26 años y es un poco más alto que el padre, que ya es alto. Pero es más musculoso. En verdad me siento atraída por él. Pasó al dispensario. “Julia”, me llamó, “¿podría venir un momento, que no encuentro el yodo ni los antibióticos?” “Ya mismo, doctor”. Y entré, cerrando la puerta detrás mío. El muchachón no perdió tiempo. Tomándome por la cintura me dio un tremendo beso, mientras con la otra mano me amasaba los pechos. Siempre actuaba así, y ante tanta decisión yo no sabía como oponer resistencia. “¡Te quiero en bolas, July!” Y me sacó el delantal y la ropa que llevaba abajo, dejándome sólo con los tacos altos. “Está bien, Alberto, pero tené en cuenta que amo a mi marido… “ le advertí. “Sí, sí, claro” dijo él, prendiendo su hambrienta boca a mis pezones. Yo gemí, por lo intenso de la situación. Ahora la otra mano acariciaba mis nalgas, haciéndome sentir como un juguete en sus manos. “Me volvés loco, preciosa” musitó antes de ponerse a comerme la boca. Y yo sentí que él también estaba volviéndome loca. Pero le había recordado que amaba a mi marido, así que me sentí más tranquila, mientras él me metía mano por todas partes. ¿Qué podía hacer yo para detenerlo?, pensé mientras una de sus manos acariciaba apasionadamente mi coñito. Y ahí perdí el control de mis pensamientos. Con esa mano arreció contra mi clítoris y me hizo derretir contra toda previsión mía al respecto. Y su lengua se removía en mi boca. Bajé mi mano y encontré su nabo, ya fuera del pantalón, en furiosa erección. Por raro que esto pueda parecer, eso me produjo un orgasmo, acaso por el pensamiento de que mi Armando no tenía un miembro tan grande, pero que igual yo lo amaba. Pero Alberto no se detenía, seguía manoseándome el pubis, y pellizcando los pezones de mis enormes tetas. De pronto me alzó, sentándome en la mesita de cuero, de tal modo que mi ojete quedó al alcance de su nabo, que ni lento ni perezoso, atacó mi agujerito ya tan transitado esa mañana. Con tres embates me lo enterró hasta el fondo. Y mientras continuaba con el sobeo de mis tetas, y la chupada de mi boca, cogida también por su lengua, le dio al vaivén del mete y saca, haciéndome poner los ojos vueltos hacia arriba por el placer que me daba. Su pelvis iba y venía y yo me sentía como una mariposa ensartada, totalmente a disposición de lo que este vigoroso muchacho quisiera hacerme. Empecé a naufragar de orgasmo en orgasmo. El último lo tuve justo cuando pensaba que al único hombre que amaba era a mi marido, y que esto no podía considerarse infidelidad. Y mientras trataba de recordar la cara de mi marido, con mi boca apretada contra el musculoso pecho de Roberto, húmedo por la transpiración, me corrí irremisiblemente, justo cuando él empezaba a impulsar sus potentes chorros de semen en mi extasiada conchita.
Me dejó insegura sobre mis pies con tacos altos, totalmente desnuda, y salió de la salita.
Tenía que salir a atender a los pacientes, pero el asunto me había excitado tanto que con mis dedos me acaricié hasta correrme dos veces, con lo que me tranquilicé un poco, aunque no lo suficiente. Por suerte ya faltaban pocos pacientes, así que terminaría de tranquilizarme con la prometida cogida del doctor.
Volví al teléfono justo para atender a mi marido. Ya no quedaban pacientes en la sala de espera. “Hola, mi vida, estaba pensando en vos” y la idea me calentó tanto que tuve que meter mi mano por debajo del escritorio para acariciarme mientras hablaba. A medida que charlábamos, yo iba avanzando hacia un orgasmo. Por suerte, en eso se abrió la puerta del consultorio y se fue la última paciente. El doctor cerró la puerta detrás de ella y sacó del pantalón su nabo que ya estaba erecto. Yo miraba esa maravilla mientras continuaba tratando de mantener una conversación coherente con mi marido.
“Sí, mi vida. ¿Estás con mucho trabajo en la oficina…?” El nabo del doctor ya se había puesto a la altura de mi cara, erguido en todo su esplendor y potencia. No pude menos que darle un beso con mucho chuick, “Te mandé un besito, mi vida, ¿lo recibiste?” y comencé a chuparle el nabo que emanaba su siempre maravilloso olor. “Sí, mi cielo, ahora yo te mando otro, Chuick” me respondió mi único amor. Como yo seguía mamando esa jugosa poronga, mi marido insistió:
“¿Lo recibiste?” “Mmmmhhhp” le respondí sin sacar la poronga de mi boca. El doctor me sentó sobre el escritorio, dejándome la concha al aire. “¿Te mando otro?” preguntó mi único amor. “¡Sí, mi amor, mandame muchos besitos…!” le pedí, mientras el doctor me enterraba su tranca en mi tierno agujerito delantero. Del otro lado se escuchaba “chuick, chuick, chuick, chuick…” Y yo comenzaba a jadear, tratando de no hacerlo muy ostensible. “¿Los recibiste?” preguntó mi único amor. “Quiero más…” musité con la voz algo ronca, por las sensaciones que me estaba produciendo el nabo del doctor, y en ese momento terminó de enterrármelo hasta el fondo, haciéndome dar un jadeo. “Aquí van más, mi mimosa… chuick chuick chuick chuick… “ y siguió mandándome besitos por la línea, mientras el doctor me mandaba su enorme nabo por mi canal delantero. Yo comencé a jadear y gemir sin recato, impactada por las tremendas sensaciones que me provocaba la tranca del doctor. Después de cien chuicks más la vocesita de mi esposo me dijo “¿Los recibiste?” “¡Síi!” Gemí con voz ronca, casi como un rugido. “¡No sabés… que tan… adentro… me… están… llegando…!” le jadeé como pude. Y el doctor comenzó a darme cada vez más duro. “¿Querés que te mande más?” dijo mi marido con voz pícara por el teléfono. “¡Síii, mandámelos bien mandados… !” Y el doctor me la mandó hasta el fondo, produciéndome un irresistible orgasmo que me hizo imposible seguir sosteniendo el teléfono. Con mis ojos turbios me sumí en un apasionado beso de lengua con mi jefe. Alcancé como pude el auricular y me lo acerqué a la oreja “…chuick … chuick… chuick… “ seguía la voz de mi marido.
“Bueno, mi vida, tengo que seguir trabajando” Y le colgué. Y pasando mis brazos por el cuello del doctor le pegué mis tetonas contra su pecho desnudo y nos entregamos al beso que nos estábamos dando.
Me puso su nabo nuevamente enhiesto, entre mis tetonas y me los cogió hasta llenarme la cara de leche. Luego me la dio por el culo, que había recibido un montón de atenciones ese día, lo que me llenaba de gozo. Acabé un montón de veces, hasta que mi jefe me lo enterró hasta el fondo del orto, ya muy abierto, a esa hora del día, y me lo llenó de leche que fue a mezclarse con las otras que tan generosamente me habían inyectado.
Mientras me vestía lentamente, tratando de reponerme de tanto trajín, una duda acudió a mi mente: “¿Usted piensa, doctor, que esto que estuvimos haciendo puede llamarse “infidelidad”? le pregunté mientras él todavía acariciaba mi culo y mis labios con sus manos llenas de olor a sexo. “De ninguna manera, Julia, quédese tranquila. Contésteme una pregunta: ¿Usted ama a su marido?” “Sí, es el único hombre que amo.” “¿Ve lo que le digo?” respondió con voz triunfal. Y en un arranque de protección me llevó la cabeza hasta su gran falo, nuevamente erecto, de modo que no tuve más remedio que chupárselo de nuevo.
“Esto es trabajo”, agregó él, moviendo su tranca dentro de mi boca, “y el trabajo no es infidelidad, siga chupando.”
Y con la conciencia ya tranquila, se la continué mamando.

Me encantará recibir tus comentarios. Escríbeme, mencionando el nombre de este relato a bajosinstintos4@hotmail.com. Espero tus noticias. ¡Hasta pronto!

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