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Demasiado Timida para Oponerme - 14ª Parte

Hacía varios días que necesitaba comprarme ropa interior, ya que mis braguitas estaban un poco desgastadas, especialmente el cordón que va entre los glúteos, seguramente por los fuertes rozones de los mismos. Es un problema, cuando una tiene glúteos tan rotundos como los míos no hay cordón que resista. He probado usar bombachas, de esas que no se meten en la raya, sino que la cubren por fuera. Pero no es lo mismo, si no siento el cordón entre mis nalgas y raspando mi agujerito, siento que me falta algo. En otras épocas la sensación me resultaba tan excitante que si tenía que caminar un rato, terminaba teniendo un orgasmo. Ahora me ocurre con menos frecuencia, ya que necesito presencias más contundentes entre mis glúteos, para tener un orgasmo. Eso comenzó con un novio que tenía, que insistía en meterme un dedo entre las nalgas. Un buen muchacho. Ahora no recuerdo su nombre, yo era apenas una niña a mis trece años, y él tenía casi dieciséis.

Era amigo de mi hermano, pero desde el día en que le mostré el culo, se obsesionó con él. Y se pasaba todo el tiempo acariciándomelo, no importando qué estuviéramos haciendo, él lo acompañaba acariciándome el culo. Era un poco extraño, aunque muy agradable, así que nunca me opuse. Aunque si la cosa se prolongaba demasiado, yo comenzaba a sentir cosas raras, hasta que en un momento tenía un orgasmo. Yo ya conocía los orgasmos, pero sólo los producidos por el roce del cordoncito, y esto era distinto. Y me sentía tan agradecida que le llenaba la cara de besos. Yo sabía que a los chicos les gustaba eso, ya que había salido con muchos, desde los once años. También sabía lo que era un pito, ya que muchos me habían pedido que se los aferrara y jugara con él. Y sabía lo que le pasa a los chicos cuando una juega mucho con sus pitos. Y me encantaba producirles eso. Recuerdo uno que tenía un pito particularmente grande, con el que una tarde jugué tantas, pero tantas veces, que el chico quedó completamente derrengado, con grandes ojeras y la mirada turbia.

Pero el primero que metió un dedo entre mis glúteos fue el chico este, el de dieciséis, pena que no recuerde su nombre, pero se ha perdido en medio de la muchedumbre de chicos con los que tuve algo. Lo que recuerdo era la sensación que me producía su dedo. Él no lo ponía apuntando al agujerito, sino a lo largo, entre mis nalgas y me pedía que se lo apretara con estas. La sensación era muy excitante. Y ahí nos quedábamos los dos, yo apretando y apretando su dedo y él gimiendo.

Con el tiempo el juego se fue desenvolviendo hasta que su dedo comenzó a apuntar a mi agujerito. Pero como mis glúteos eran bastante salientes, rara vez su dedo tanteaba el agujerito. Pero igual, después de un rato de eso, yo me corría. Y en más de una ocasión él también.

Yo había notado la carpita que se le formaba en el pantalón y sabía de qué se trataba, pero él era bastante tímido en comparación con los otros chicos. De modo que un día le abrí la bragueta y le liberé el pito, que era bastante grande, visto desde mis trece años. "¡Qué dedo más grande que tenés acá!" le dije con algo de malicia, como dándole la idea. Y desde ese día él se empeñó en usar ese "dedo" para acariciarme entre las nalgas, con mucho gusto para los dos.

Hasta que un día, aprovechando de su mayor largo, alcanzó mi agujerito y un poco más allá... Fue muy rico. Y desde entonces lo hacíamos todas las tardes. Y me encantaba cuando se corría dentro mío. Pero siempre lo echaba de mi casa a las seis de la tarde, con cualquier excusa. Porque después de las seis y media me iba al piso de arriba y esperaba a Juan Carlos, un hombre de treinta y cinco años, casado, con el que tenía relaciones. Su mujer no regresaba hasta las ocho de la noche, así que teníamos tiempo suficiente. Al principio Juan Carlos no quería saber nada de tener relaciones conmigo. Pero yo era tan coqueta que lo fui seduciendo y no me pudo resistir.

Él tenía temor de que lo atraparan con una menor y lo metieran preso. Pero cuando yo ponía mis artes en marcha, estaba perdido, hacía de él lo que quería. Y lo que yo quería es que me hiciera sexo oral, así que lo iba llevando a ello dándole vistas fugases de mi entrepierna, hasta que separaba las rodillas al máximo, sonriéndole seductora y él terminaba precipitándose sobre mi conchita y arrodillándose le rendía los honores. Yo le mantenía la cabeza contra mi chocho, aferrándole por la nuca hasta correrme varias veces, con sus lamidas apasionadas. Claro que eso le ponía la polla al palo, así que al final le permitía que me ensartara por adelante, y gozaba disfrutando de los vaivenes de esa polla, que me daba largas entradas y salidas. Era un muchacho muy vigoroso y se empeñaba en trabajarme hasta echarse dos polvos seguidos, sin desenfundar. Estaba loca por él. Y procuraba no dejarle nada para su esposa. Así que lo ordeñaba bien ordeñado. Esa relación duró más de un año y le saqué muy bien el jugo, y ya te imaginarás de que clase de jugo hablo. Nunca lo dejé hacerme el culo, ya que de eso se había encargado mi amiguito de dieciséis. Ni tampoco se la mamé. Al que sí se la mamé fue al portero del colegio, un chavalote de cuarenta al que envicié completamente con mis mamadas. Cuando me veía entrar con un aire tímido y perverso en su cuartito de portería, se ponía al palo.

También él era un juguete en mis manos, que sabían acariciar su juguete hasta enardecerlo. Desde la primera vez en que me le acerqué perturbadoramente, hasta que al pobre se le paró. Y se la agarré con mis deditos a través del pantalón, masajeándosela maliciosamente hasta que se corrió en los pantalones. Luego se la saqué, se la mamé y le hice flor de paja hasta que volvió a correrse en medio de estertores. A partir de ahí lo tuve totalmente dominado con pajas y mamadas. Me veía y se ponía al palo. A veces le pedía dinero, para probar, nomás, mi poder. Fueron años muy felices para mí. Y pasaron muchísimos hombres de todas las edades por mis manos, boca y redondeces. Y debo confesar que me había vuelto adicta al sexo y mis conquistas proliferaban, desde niños hasta ancianos, probando mi poder sobre cada hombre que me gustaba. Sucumbían todos. Y mi cuerpo seguía desarrollándose y el dominio de mi sensualidad también. Así que no era muy fiel por esas épocas, aunque mis novios no lo sospechaban. Cuando veía un hombre ya estaba pensando en cómo hacer que me follara, o que me dejara chupársela, o que me lamiera el culo, ya sabes todas esas linduras. Y no me costaba mucho hacerlos rendirse a mí. A mis diecinueve años mis tetas, tan manoseadas y mamadas, habían alcanzado proporciones sumamente tentadoras. Mi culo se había desarrollado a la par y se había vuelto voluptuosamente gracioso. De modo que me divertí de lo lindo.

Hasta que apareció Armando, el que es actualmente mi esposo. Y ahí la liberada sexual voló, dejando su sitio a la esposa fiel, la que jamás buscaría se infiel, engañando a su marido. Y desde entonces soy feliz, tanto como puede serlo una mujer fiel y enamorada de su esposo. Los pensamientos impuros desaparecieron de mi mente, echando un piadoso manto sobre mi pasado. Y mis ojos jamás volvieron a mirar con deseo a ningún otro hombre.


Me volví muy religiosa, elevando mis preces al Señor, para que me mantuviera alejada de toda tentación, y me confesaba al menos dos veces a la semana quedando muy satisfecha con sus bendiciones, tanto como él con mis confesiones. Ese religioso es un ejemplo para mí. Pese a sus jadeos asmáticos que acompañan toda mi confesión y a sus gemidos piadosos ante mis inocentes revelaciones, el hombre se mantiene firme en su rol de confesor. Y cada vez me pide que vuelva pronto. Incluso me contó que todas las noches, ya en su cama, recuerda mi confesión y me echa dos o tres bendiciones más. A veces los hombres pretenden abusarse de mí, pero todos sus esfuerzos son infructuosos, ya que mi virtud es tan grande como mis tetones. Yo sé que mis remeritas de tela finita, y mis falditas cortonas pueden provocar algún interés en los hombres que me ven pasar bamboleante sobre mis tacos aguja. Y que por esa causa arrecian en sus intentos de seducirme. Pero yo no pienso cambiar mi vestimenta, más bien considero sus intentos de propasarse conmigo como pruebas que me envía Dios para poner a prueba mi virtud. Y yo me concentro en su imagen divina, pido su protección y pase lo que pase me mantengo incólume y lejos de todo pecado. Por las dudas no le cuento a mi esposo los detalles de esos asaltos que debo soportar una y otra vez, para no preocuparlo con las vicisitudes de una esposa fiel. Y también porque en algunos casos en que he soportado estoicamente los abusos sexuales, él podría creer que le fui infiel, pese a que yo sé que mi conciencia de esposa fiel permanece inmaculada.

Pero el Señor está conmigo y la divina providencia me acompaña. Sino fíjense lo que me ocurrió la otra mañana, justo cuando estaba por salir a comprarme prendas íntimas.

Tocaron el timbre. ¿Y quién era?

¡Un par de vendedores de puerta en puerta!

¿Y qué vendían?

¡¡¡Ropa íntima!!!

Hay gente que no cree en Dios, y no ve en esto más que una tonta casualidad, a lo sumo afortunada.

Yo no soy de esas, ¡reconocí inmediatamente la mano del Señor que me estaba llevando a una nueva prueba! Especialmente cuando vi la apostura varonil de la parte masculina de la pareja de vendedores. "A este me lo ha mandado Dios", pensé.

Pero interrumpiré aquí esta historia, ya que ocurrieron algunas cosas con estos vendedores, que podrían ser mal interpretadas.

Y yo odio que me malinterpreten.


Si quieres que te cuente sobre los avatares de una esposa fiel, escríbeme a bajosinstintos4@hotmail.com. Y cuéntame tus impresiones.

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