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Demasiado Timida para Oponerme - 1ª Parte

Capítulo 1. Don Francisco, ese viejo abusador.

A mi me cuesta mucho resistirme a los hombres apasionados. Odio la infidelidad y jamás le he sido infiel a mi marido. Al menos voluntariamente. Aunque he tenido que sufrir algunos atropellos de parte de otros hombres. Y ahí no se que hacer, no se como evitar que me falten el respeto. Por eso ayer por la mañana, después que despedí a mi amado esposo que se iba a trabajar, no volví a la cama, ya que siempre a esa hora me tocaba el timbre don Francisco, el viejo degenerado del segundo piso. Y tampoco me puse el desavillé, pues a qué ser recatada con alguien que te chupa la concha todas las mañanas. Así que me quedé sentadita al lado de la puerta, en tetas y con sólo mi bombachita puesta.
Hoy no me tocaba mi trabajo de secretaria médica, sino que tenía otras actividades programadas.
El timbre. Di un saltito y abrí la puerta. Aquí estaba don Francisco, la misma expresión sucia de siempre. Cerré la puerta y sin mediar palabra me encaminé, como todas las mañanas al dormitorio, con el asqueroso viejo detrás, sobándome la cola.
Me saqué la bombachita y me extendí de espaldas, con las piernas recogidas y abiertas, resignada ya a esta vejación cotidiana.
Recuerdo la primera vez. Don Francisco me ayudó a subir las bolsas de las compras que me habían traído del Super mercado. Yo vi. algo sucio en la forma en que me miraba los pechos a través de la breve remerita que siempre uso, pero no podía dejar de agradecer su gentileza. Pensé que el pobre hombre no era culpable de la cara de viejo lascivo que portaba.
Pero me equivoqué. Apenas dejamos las bolsas en el piso del living comedor de mi departamento, don Francisco me empujó hasta el sofá, y sin dar vueltas me quitó la faldita y me arrancó las braguitas. “¡Pe-pero, qué hace!” le pregunté alarmada. “¡Vos callate, putita!” y tomándome de las nalgas me hizo caer de espaldas y enterró su cabeza entre mis muslos y comenzó a besarme la intimidad. “¡¡Don Francisco…!!” exclamé, presa de la mayor de las alarmas. Y también presa de sus manos que me tenían completamente atrapada. Y su lengua había comenzado a trabajar. “¡¡… don… Fran… cis… co… !!” repetí un poco agitada por la vergüenza que me estaba produciendo la situación. El hombre tenía la lengua muy gorda y la movía con una sensualidad inesperable en un hombre de aspecto tan repugnante. Lamía en círculos en el interior de mi vagina y con los pelos de su barba me rozaba el clítoris produciéndome unas sensaciones que me hicieron ruborizar.
El desgraciado me tenía bien atrapada y se estaba abusando de la situación. Sentí que sin el menor decoro mi concha se estaba llenando de jugos. Es así, las conchas no son decorosas, tuve que reconocer con la mayor vergüenza. Pero yo sí que tengo decoro. Y aún con la respiración cada vez más agitada, decidí apelar a su sentido de la ética. “¡No… si… ga… don… Fran… cis… co…! ¡Yo… soy… una… mu… jer… ca… sa… daaa!” La voz se me quebraba un poco por las sensaciones que estaba sintiendo. Ahora su lengua se alargaba lamiendo las profundidades de mi vagina. Y sus dedos se habían engarfiado en mis caderas. “¡Y… es… toy… ena…mo… ra… de… mi… es… po… so…!” Pero el hombre no hacía caso. Y ahora su boca se estaba ensañando con mi clítoris. Y mi cuerpo había comenzado involuntariamente a temblar. Con mis manos agarré su cabeza, para apartarlo tirando de sus cabellos. Pero una extraña debilidad me diluyó la fuerza de los brazos. Mi respiración estaba cada vez más y más agitada. “¡¡¡… noooh… don… Fran…cis… co… !!!” protesté con la voz ronca. Pero el hombre había añadido una succión y lengüetazos cada vez más rápidos sobre mi clítoris. ¡¡… qué sufrimiento… !! ¡Estaba soportando la mayor humillación de mi vida! ¡Yo, una mujer felizmente casada y amada por su marido! Y esa boca implacable y caliente en mis intimidades, vejándome de semejante manera… “¡¡¡¡… don… Fran… cis… co… no… me… ha… sen… tir… esas… cosas…!” le supliqué, pero el hombre, enfebrecido con mi concha, sólo respondió con un bramido ronco y prolongado. “¡… es… toy… muy… ena… mo… ra… de… Ar… man… dooo… y… él… nose… no… se… me… re… ce… ahh… ahhhh… aaahhhhhh… ¡¡¡¡aaaahhhhhh!!!!!” terminé en un largo gemido que fue casi un grito. Y me despatarré, quedando completamente desmadejada. A través de la neblina de mis ojos lo vi parado frente a mí, con su enorme verga empalmada oscilando ante mis ojos. ¡Ay, Dios mío! Pensé para mis adentros. ¿qué me espera ahora? Pero don Francisco no tenía en sus planes poseerme. En cambio, comenzó a pasar su tremenda tranca por todo mi cuerpo que se puso con piel de gallina. Frotó mis tetones a través de la remerita, lo que hizo que se me erizaran los pezones. Me pasó la polla por la línea de separación de mis nalgas, por el vello púbico en la unión de mis piernas, y a mí la respiración había comenzado a agitarse una vez más. Me frotó con ella las axilas, los huecos a los costados de la garganta, y las mejillas, la boca y la nariz, y no pude evitar sentir su fuerte olor de macho dominante, y mi cuerpo recomenzó con sus temblores. Después de paseármela por toda la cara, incluyendo las orejas, el muy bestia se sentó sobre mi estómago, y levantando la liviana telita de mi remera, acomodó su tranca entre mis tetonas, “¡Apretámela, puta!” y llevando mis manos hacia los costados de mis tiernos meloncitos los usó para apretarle el nabo. Y moviéndolos hacia atrás y adelante comenzó a usarlos para masturbarse. Yo estaba cada vez más agitada y ruborizada. El ver aparecer ese enorme glande al ritmo de sus amasadas, me estaba poniendo fuera de mí. Cada vez que nuestros ojos se enfrentaban podía ver su sonrisa burlo y eso me hacía subir el rubor cada vez más. “¡Yo sabía que eras una buena putita, nena!” Y yo sentía el grosor de su caliente verga entre mis melones y el movimiento que sus manotas imprimían a los mismos, y sentí que los ojos se me iban para arriba. Me sentía muy vejada por ese hombre con su terrible sonrisa y su más terrible pedazote, mucho más grande que el de mi marido, pensé, y fue justo en ese momento, cuando estaba haciendo la comparación en la que mi marido estaba perdiendo, que de su glande comenzaron a salir gruesos chorros de semen que me bañaron la cara. Y entonces, sin poder evitarlo, me corrí. Y algunos de sus chorros entraron en mi boca abierta por el orgasmo. “¡Desde la primera vez que te vi esperaba el momento de jugar con mi verga en esos tremendos tetones que tenés. Y sabía que te ibas a dejar, como buena puta que sos!” No supe qué contestarle, porque tenía la boca llena de semen y, como no me atrevía a tragar, lo estaba gustando con la lengua.
“¡Cuando se vaya tu marido, ya sabés lo que te espera por las mañanas!” Y salió por la puerta, dejándome despatarrada en el sofá y sin fuerzas para levantarme.
Pero reconocí que yo no tenía culpa alguna en lo que había ocurrido. ¿Qué culpa tiene una chica tan enamorada de su marido, si un viejo perverso y asqueroso, aprovechándose de su muy superior fuerza, se abusa de ella? Ninguna, me respondí. Yo no había hecho nada para provocarlo y no había tenido modo de detenerlo. La próxima vez que viniera, algo se me ocurriría para detener sus avances.
Pero no se me ocurrió nada. A la vista de su desagradable expresión, una extraña debilidad se apoderaba tanto de mi cuerpo como de mi mente, y lo dejaba hacer conmigo lo que quisiera. Nunca le conté a mi marido, porque hubiera podido interpretarlo como una infidelidad de mi parte. Y habría tenido que contarle del tamaño de la polla de ese bestia, lo que hubiera sido una humillación para él.
Así que la visita con abuso y vejación de ayer a la mañana era algo acostumbrado. Es más, si no fuera por que eso sería infidelidad, diría que era una costumbre a la que me había habituado, al punto que cuando no se producía, sentía que algo me había faltado. Pero no lo digo, porque una esposa decente no debe acostumbrarse a cosas así.

Capítulo 2. Mi amigo el sodero.

Cuando se fue el viejo me quedé sentadita al lado de la puerta sin vestirme, ya que había quedado sola. Tenía todavía las manchas de su semen fresco sobre las tetas y el pubis, y una ligera sensación de insatisfacción. El viejo me había hecho alcanzar dos orgasmos, e iba en camino del tercero, cuando él consiguió el suyo y se fue. De modo que cuando tocó nuevamente el timbre, casi me alegre. Había venido a completar el trabajo, pensé. Así que salté a abrir la puerta, no digo alegra, pero sí ansiosamente resignada. Y no me vestí. ¿Qué sentido tiene vestirte `para un hombre que acaba de verte desnuda?
No era el viejo. Era el sodero. Un hombre de unos treinta años, muy simpático y atlético, que venía todas las semanas a cambiar las botellas vacías por las llenas. Yo había observado algunas miradas pícaras hacia mis tetones, las otras veces. Y estoy segura de que iguales miradas había merecido de su parte mi culo cuando involuntariamente lo contoneaba, llevando los sifones a la cocina. El hombre nunca había intentado propasarse, porque sabía que yo era una mujer casada, y él sabía mantener su lugar.
Pero esta vez no. Cuando abrí la puerta completamente desnuda, abrió sus ojos como dos huevos fritos. Y se posaron sobre mis grandes y parados tetones con manchas de semen. Y me dio tanta vergüenza que se me pararon los pezones. Traté de tapármelos, mis manitas son demasiado chicas para semejante tarea, pero igual traté. Y su mirada fue hacia mi pubis, viendo las manchas de semen fresco. Traté de taparme el pubis, pero entonces mis tetones quedaron al aire, balanceándose. “¡Espéreme un momento, Marcelo, que voy adentro a ponerme algo!” Y le di la espalda, aunque creo que él sólo me miraba el culo. La verdad es que tengo un culo muy sexy, pero en ese momento no tenía modo de tapármelo. Sentí el ruido de la puerta de entrada al cerrarse. Y sabía que, como siempre que entraba los sifones, Marcelo estaba adentro del departamento.
Fui al dormitorio, tratando de que mi culo no se bamboleara demasiado, a buscar algo que ponerme. El dormitorio estaba en una semi penumbra, de modo que me costó un poco encontrar mis ropas desparramadas por el suelo. (La noche anterior había venido un compañero de mi esposo para hacerme compañía porque Armando había tenido que acudir a un velorio, y las cosas se nos fueron un poco de las manos…) Cuando me incliné para tomar la falda sentí el pantalón de Marcelo contra mis nalgas, y algo muy grande y duro presionando entre ellas. Me quedé helada, bueno “helada” no es exactamente la palabra, pero me quedé, como si esperara a ver que seguía. Y lo que siguió fue Marcelo me agarró los melones con ambas manos, mientras apretaba su tranca contra mis glúteos. La situación me escandalizó, pero sus manos apretaban mis pitones y la circulación comenzó a fluir hacia ellos. Pude comprender al pobre muchacho, la situación lo había desbordado, no podía culparlo. La cuestión era como detener sus avances, ya que no soy de esas mujeres que engañan a sus maridos. Mientras intentaba pensarlo, Marcelo había comenzado a besarme el cuello, mientras su polla se refregaba contra mi culo y sus manos seguían haciendo maravillas sobre mis enormes glándulas mamarias. Naturalmente, todo esto me hacía difícil el concentrarme en mis pensamientos. “Marcelo” comencé con la voz un poco agitada por la respiración, “no interpretes mal la situación…” y entonces sentí la piel se su caliente nabo directamente en contacto contra la de mis nalgas. Era un atrevimiento de su parte, pero no sabía como decirle, ya que su aliento en mi cuello me producía extrañas sensaciones. Y ni hablar del masaje que me estaba dando en los tetones. Así que abrí la boca, pero no me salió nada: el nabo de Marcelo se había colado entre mis muslos y me estaba frotando el coño. Lancé un “¡Hoohhh…!” no muy adecuado para desanimarlo. Y me quedé centrada en las sensaciones que su enorme polla me estaba produciendo con sus frotaciones. Pensé que él podía mal interpretar esas vacilaciones mías, así que con un esfuerzo de concentración volví a mi mensaje: “No sigas, Marcelo, que soy una mujer casada…” la voz me salió un poco baja, de modo que no supe si me había escuchado o no, pero cuando intenté repetir el mensaje en un tono más alto, su nabo había encontrado la entrada de mi vulva y me estaba penetrando. La verdad es que los jugos que salían de mi indiscreta concha se lo estaban facilitando bastante. Y nuevamente me estaba costando concentrarme para encontrar las palabras. Para colmo de males, mi culo, que toma sus decisiones por cuenta propia, se había empinado permitiendo que su nabo penetrara completamente en mi concha. Y sus manos seguían amasándome los tetones. Y sus jadeos calientes en mi cuello que aportaban también su cuota en cuanto a distraerme. Pero lo intenté de nuevo. “Marcelo, Mar… ce… li… to…, yo… amo… a… mi… es… po…soo… ” Pero Marcelo había iniciado un rítmico vaivén, haciéndome sentir su poronga hasta la garganta. La situación era inadmisible. Aquí estaba yo, desnuda al lado del lecho conyugal, mientras que este muchacho ¡me estaba cogiendo! Pensé en mi amado Arturo, que si bien no tenía un nabo tan grande como el de Marcelo, era mi único amor. Pero no lograba recordar la cara de mi amado Armando, y en su lugar aparecía la imagen de cómo se vería la enorme tranca que sentía serruchando dentro de mí. Naturalmente, no podía permitir que eso continuara, ya que aceptarlo hubiera sido consentir una infidelidad. “¡Basta, Marcelo, Mar… ce… li… to…! ¡No… si… gas… co… gien…do… me… así… asíiiii… ahh… aahhh… aaahhhh… aaaaahhhhh!” y contra toda mi voluntad me corrí mientras las paredes de mi concha saboreaban el hermoso invitado que las visitaba. Marcelo se corrió entonces espectacularmente. Sus chorros de leche salían con tal intensidad que parecía que nunca iban a terminar. Y otra vez, de nuevo involuntariamente, volví a correrme.
Bueno, por lo menos la tortura había terminado. Y yo no le había sido infiel a mi querido Arturo, porque todo había ocurrido contra mis mejores intentos de impedirlo.
Me quedé jadeando todavía, aunque un poco alarmada, porque su tranca seguía tan parada como al meterla.
Me di vuelta para tranquilizar al muchacho de la culpa que debía estar sintiendo. Al fin de cuentas lo habían dominado las hormonas y además debía hacer mucho tiempo que el estaba juntando ganas conmigo. “Marcelo” le dije, sintiendo su erecto nabo contra mi vientre, “no debés culparte por lo que ha ocurrido… no fue culpa de ninguno de los dos…” Pero no pude seguir, Marcelo atrapó mi boca con la suya y, mientras sus fuertes manos se agarraban de mis nalgas, comenzó el más apasionado beso que jamás me hubieran dado. Su boca rodeaba la mía apretándola mucho, mientras su lengua recorría el interior. Mi lengua se prendió a la suya en una alegre respuesta, y no sabía como hacer para detenerla. Debe haber sido un beso de veinte minutos, no te miento. Y yo sentí que perdía la cabeza. No supe bien cuando ni como mi mano se prendió a su tranca, pero en cierto momento me di cuenta de que estaba agarrándosela con pasión. Pero entonces pensé en mi marido y aunque no lograba recordar bien su cara, el pensamiento me libró de culpa. El beso era tan intenso que empecé a correrme nuevamente. Por eso no sé muy bien como fue que llegamos a la cama y aunque estábamos frente a frente, él en vez de meterme su tranca por mi coñito, comenzó a dármela por el ojete. Entre los jugos que manaban de mi concha, los que emitía su polla y los restos de semen que la embadurnaban, no le costó abrirme el ojete hasta el fondo. Su abdomen frotaba mi clítoris y las ricas entradas y sacadas que me estaba dando este apasionado soderito, hicieron que tuviera que recurrir muchas veces al recuerdo de mi amado esposo para no incurrir en pensamientos de infidelidad. A veces me olvidaba que era lo que estaba tratando de recordar, porque los empellones de Marcelo y las sensaciones que me producían en el culo me desconcentraban un poco, pero creo que en conjunto logré mantener los pensamientos de pureza en desmedro de los pecaminosos. Cuando Marcelito comenzó a aumentar el ritmo de sus vaivenes comencé a correrme una y otra vez, hasta que en la frenética serruchada final me quedé abrazando su culo con mis piernas mientras los poderosos espasmos de mi acabada me libraban de toda conciencia. Afortunadamente pude sentir como su polla me llenaba el culo de leche calentita y espesa.
Nos quedamos así, tendidos, con él arriba mío y su herramienta en mi orto, haciéndome sentir deliciosamente ensartada. Marcelo comenzó a comerme la boca nuevamente, pero después de unos minutos procuré detenerlo. “Marcelo, Marcelito, recordá que solo podemos ser amigos, ya que soy una mujer casada y fiel a su esposo.” Marcelo emitió un gruñido de asentimiento y sacó su polla de mi culo, pero para enchufármela en el coño. “Así está mejor”, le dije, “ya que el coño es más legal que el culo”, Marcelo gruñó nuevamente. Y comenzó una nueva serruchada ante la cual tuve que recurrir muchas veces a la algo desdibujada imagen de mi marido, … ¿Cómo era que se llamaba…? …Ah, sí: Arturo... ¡¡Noo, Armando!! Y a la cuarta o quinta vez que me corrí, comprendí que lo que estaba haciendo estaba mal. De un salto me desensarté, y me quedé mirando el poderoso nabo de mi amigo, que se sacudía solo, en el aire. Él pobre no tenia la culpa de semejante potencia viril. Y compadecida de su situación me arrodillé a su lado en la cama, y comencé a besarle la poronga. La idea era aliviarlo, sin incurrir al mismo tiempo al pecado de la infidelidad a mi amado cónyuge. No me resultó desagradable, tal era la simpatía que sentía por este muchacho. Hasta diría que el olor me mareaba un poco, de un modo algo trastornante por lo placentero. Y le recorrí la poronga de la raíz a la punta muchas veces, con besitos y lamiditas. Y Marcelito comenzó a gemir. ¡Pobre! Me daba pena su sufrimiento, de modo que le metí un dedo en el ojete para distraerlo un poco del nabo, al tiempo que metí el mismo en mi caliente boca. Enroscaba su desnuda cabeza con mi lengua, como para degustarla bien, al tiempo que con mi dedito le iba cogiendo el culo. Me encantaba brindarle un servicio tan sumiso, como si estuviera adorando su nabo. Y él debía estar creyendo algo así –¡el pobre estaría creyendo que yo lo hacía por gusto!- porque de pronto su estaca comenzó a dar sacudidas dentro de mi boca, y de su grueso glande comenzó a manar leche que tragué con gentileza, aunque fingiendo pasión para no herir sus sentimientos. Y finalmente se lo succioné para sacarle hasta la última gota. Y sintiéndome una real bienhechora procuré recordar la imagen de la cara de mi amado Arturo, pero no lo logré. En vez de eso, de un modo totalmente inesperado, me corrí.
Ya más tranquilos, mientras jugaba con su poronga en mis manos, le expliqué lo de mi fidelidad, y por qué yo nunca había engañado ni engañaría a mi marido. Inesperadamente la tranca volvió a ponérsele dura, y contra todas mis protestas y expectativas me ensartó nuevamente por el culo, luego de ponerme boca abajo. Su pelvis rebotaba contra mis redondas pompis con gran entusiasmo. Pero esta vez no tuve un orgasmo, el que tuvo todos los orgasmos fue mi cuerpo, ya que yo estaba ausente, sumergida en un mar de sensaciones por cuya superficie pasaba a ratos una fotografía algo borrosa que bien podría haber sido de mi amado Arturo, aunque en esos momentos no recordaba su nombre.
Cuando retorné en mí, Marcelo estaba echado a mi lado, mirándome con cariño y admiración. “¡Sos la puta más puta de todas las que he conocido…! Podrías ganar una fortuna, si te dedicaras…”
Mejor es que no me tutee, Marcelo, conviene mantener las distancias. Por el qué dirán, ya sabe.
“Vuelvo el próximo jueves”, me dijo ya desde la puerta.
Eran ya las cuatro de la tarde y decidí darme una buena siesta, me la merecía.
Y mientras me sumergía en el frescor de las sábanas recién cambiadas me sentí confortada por los pensamientos de inquebrantable fidelidad y pureza que me embargaban. Eso sí, antes de poder dormirme tuve que masturbarme varias veces, recordando los modos en que había defendido mi virtud ese día.

Cuéntame si te ha gustado mi narración, escribiéndome a bajosinstintos4@hotmail.com y recuerda mencionar el nombre de este relato.

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